jueves, 8 de noviembre de 2018

Etapa 53 (410) VLIELAND: Dorp y alrededores


Etapa 53 (410) 05 de agosto de 2013, lunes.
Día completo en la isla de Vlieland: Dorp y alrededores.



Baño en compañía.
Ha sido la noche en que menos frío he pasado. Mejor dicho, no he pasado nada de frío y, a esta hora, se agradece el airecillo que corre. No tengo necesidad ni de ponerme el jersey. Tomo la pastilla, bebo agua y, aunque el cielo está nublado, saco foto del sol saliendo de entre las hierbas de la duna. Luego otra del lugar donde he dormido. Sobre las 7:30 ya tengo todo recogido.

 
Por otro camino de la duna, llega un hombre con su perro. Ambos vienen con intención de darse el baño matutino. Les veo llegar desde mi atalaya en la duna, pero ellos no me han visto. Se acercan a la orilla, a la altura de donde yo me encuentro, en el mismo momento en que yo me dispongo a bajar por el sendero. Stoffel, sin quitarse nada puesto que nada lleva, se mete en el agua y, para mi sorpresa, Jan se quita el bañador y se baña desnudo.

 

Perro y amo disfrutan en el agua. Llego al borde de mar, dejo las mochilas a prudente distancia de la ropa de él y de las olas, y también me baño sin ropa. El mar ofrece una temperatura deliciosa, mejor que la que había pensado al despertar. Jan se dirige a mí como si nos conociéramos de toda la vida. Y, si no desde hace tanto tiempo, me explica cómo ayer vinimos juntos en el mismo barco desde Texel. Él venía, con su mujer y sus hijos, tras haber hecho unos recorridos en bici por aquella isla. Lo más interesante para mí es que, además de ser una persona agradable, habla bastante bien el castellano. Evitarme hablar mi inglés macarrónico, supone para mí una liberación. Cuando vea a su mujer, recordaré que fue la que ayer me explicó la equivalencia entre Oost Vlieland y Dorp. Hablamos dentro del agua y salimos fuera. Tras darnos un segundo chapuzón, me invita a desayunar. Interpreto que vamos a su tienda en el camping, pero es una casa en la que pasan sus vacaciones. No sé si alquilada o en propiedad. Su vivienda habitual la tienen cerca de Haarlem, por donde ya pasé hace unos días, aunque me concretará luego las señas, para escribirnos, y será en Heemstede.

La familia De Groot.
Alguien me informará de que el apellido De Groot es muy común en Holanda, algo así como el de González o García en España. Acepto sin dudar la invitación, nos vestimos, y ascendemos la cuesta arenosa. Trepar por la duna me resulta algo penoso pues, con el peso de las mochilas, cada vez que doy un paso adelante, se produce un retroceso de algunos centímetros. Jan me dice que también a su padre, que tiene 80 años, también le cuesta subir la cuesta. Por caminos que ni parece que lo son y que sería muy difícil para mí redescubrir, llegamos a la casa y, antes de desayunar, me invita a ducharme y a lavar y tender la camiseta y el calzoncillo. El pantalón beige lo guardo en la mochila para no ponérmelo más durante lo que me quede de viaje. Tan indecente está ya. 
 
La ducha me sienta genial. Paso de templada y acabo en fría. Cuando me estoy afeitando, empieza a cobrar vida la casa. Aparece la mujer, Geertje, a la que recuerdo de ayer, y la hija mayor, Suze, que está en primer curso de Español como idioma optativo. Acabo de afeitarme y cedo el baño a la hija menor, Noortje. Después aparece el hijo mayor, que tiene un mejor nivel de castellano, puesto que ya lo ha estudiado como segundo idioma durante dos cursos. Se llama Wiehe. No es el primogénito, ya que el primero que nació se les murió. Por esa razón, el hijo mayor llegó después de cinco años de casados. De no usarlo, es natural que a Wiehe le cueste arrancar. Me preguntan, les respondo, les enseño el diario, los dibujos y les hablo de mi blog. También les recito el poema de Machado y les cuento cómo en el camino de este año, en un paseo marítimo de Bélgica, vi el poema de Pessoa, “Oda Marítima”, en flamenco. Jan busca la poesía de Machado, y lee una parte a los suyos en neerlandés. Siento no entender su idioma, pero temo que algunos de los matices se pierdan en la traducción. Desayuno un tazón de muesli con yogur. Me preparan café y me calientan leche en un cazo. Todo me sabe riquísimo y no puedo hacer otra cosa que agradecer la invitación. Con sus señas, les escribiré al fin del viaje y en Navidad. Jan promete echar un vistazo a mi block. Ha llegado una amiga de Suze, con la que ha hecho yoga y ahora se van a desayunar.

De visita por Dorp. El faro (vuurtoren).
Jan debe hacer compras por el pueblo; entre otras cosas, el pan. Egoistamente, me ofrezco a acompañarle. Aunque aún no ha terminado de secarse, recojo camiseta y calzoncillo del tendedero. Acabarán de secarse en la playa. Geertje pliega mi toalla, que yo había olvidado tender. Ella había sido más previsora. (Cuando escribo esta parte del diario, otro bolígrafo de Kutxa que se me acaba). Me despido de todos con tres besos. Cada país establece sus normas y yo me adapto a lo que es habitual allí. Me marcho con Jan. Él lleva la bicicleta que, aunque cuando va andando conmigo es un estorbo, luego le vendrá bien para volver a su casa. Pasamos por la taquilla donde venden los billetes para el barco de mañana y la taquillera me hace descuento por ser jubilado, así que la previsión de quince euros, se queda en 8,75€ y lo pago con Visa. Jan me indica donde tendré que coger el ferry. Me dice que será un barco pequeño y que saldrá a las 10:00. Luego me acompaña al Rabobank y todo va igual de bien que la primera vez.


Casi puedo sacar de forma más sencilla que en Irun, aunque sigo sin saber el importe de la comisión que me va a cobrar mi banco. Retiro los 200€ y el comprobante de la operación, que en pocas ocasiones me dan otros bancos de los que he ido sacando en los últimos dos años en el extranjero. He retenido a Jan a mi lado por si tenía problemas con la banda de la tarjeta y me ayudara a obtener dinero dentro del banco, pero no ha hecho falta. Guardo el dinero en los lugares en que creo lo voy a llevar más protegido: el diario, el cuaderno de dibujos, la cámara de fotos y el billetero. Le acompaño a comprar el pan y, aunque me niego a que me las regale, se empeña en comprarme tres pastas. Un regalo de 3€. Saco foto del indicador de la panadería (bakkerij). Después me acompaña hasta el pie del faro y pedimos a un hombre que nos saque otra foto que será complementaria de la que hemos sacado en su casa. Pero el fotógrafo no sé lo que hace, que acaba filmando unos segundos. Por si algún sistema lo permite ver, la cuelgo sobre estas líneas.
 
Me despido de Jan y subo al faro (vuurtoren). Me cuesta 1,75 € y desde la linterna saco panorámicas de las distintas partes de la isla. Todas ofrecen el horizonte marino, sea hacia uno u otro lado, es decir, hacia mar interior o hacia el Mar del Norte, en mar abierto. También voy haciendo seguimiento de cómo desciende Jan desde la loma en que está enclavado el faro, hasta que lo veo desaparecer definitivamente de mi vista.
 
Aunque ya no lo volveré a ver en la jornada que me queda hoy y lo poco que me cundirá mañana hasta las diez, no por ello dejaremos de estar en contacto escrito a lo largo de , al menos, los próximos cinco años. ¿Cómo estarán de mayores sus tres hijos? ¿Habrán continuado mejorando su castellano?, me pregunto. La despedida, el abrazo final a Jan, me ha traído al recuerdo la despedida de los Villen en la costa granaína en 2008, y la posterior, al día siguiente de irme de Torrenueva, cuando me acompañó Juanjo al faro y nos dimos el abrazo final. 
 
Un abrazo sentido que recuperamos todos los años desde que voy con mi amigo Martín a balnearios de Andalucía: 2014 en Lanjarón, 2015 en Alhama de Almería, 2016 en Graena, 2017 en Canena y 2018 en Alhama de Granada. Pues hoy también, después del abrazo, los tres besos de rigor y a seguirle la pista desde la linterna del faro.

 
Le he invitado a ir por Irun, aunque toda la familia no cabe en mi apartamento de 33 m2. Para completar el precio de la entrada al faro, he debido echar mano de los 10 céntimos encontrados para la hucha de mis nietos. Menos mal que he sacado el dinero del banco sin problemas, pues sólo me quedaban tres céntimos y una moneda de dos euros. Lo mejor del caso es que así llevaba poco peso. Este faro es lo más alto de toda la isla.

 
 
Saco la visión del arenal de ayer, el hotel hacia el que voy a ir en dirección a la playa, la zona de las casas en las que está la que viven Jan y su familia y la última foto la saco hacia el puerto.






Cuando llego arriba, me encuentro al hombre que nos ha sacada la foto, pero con movimiento, a donde ha subido con su nieto. Le saludo, termino de dar la vuelta a toda la linterna y empiezo a descender las empinadas escaleras, que resultan algo dificultosas porque voy cargado con las dos mochilas que no me dejan mucho margen de movilidad en tan angosto espacio. Una vez debajo del faro, cojo sendero incierto pero que me acabará encaminando hacia la playa deseada.

Nakstrand hacia el Sudoeste.
Tras pasar por un bosque precioso, pregunto a una chica, quien me indica un camino que me lleva hacia una duna casi vertical.


Intuyo la dificultad que dicha duna me ha a suponer y acierto a encontrar un acceso mejor que me va a dejar en la playa. La zona en que salgo se llama Rug van het Veen.












Me alejo de textiles y veo por la orilla, caminando hacia mí, un hombre desnudo, al que pregunto: “¿nakstrand?” y me señala toda la playa en dirección Sudoeste.
 


No estoy demasiado lejos de textiles todavía, pero yo también me desnudo y me doy el tercer baño de la jornada. Cuando estoy saliendo del agua, veo que viene de la zona de los textiles un hombre con pareo.


Al llegar a donde estoy yo, se lo quita, y sigue caminando desnudo hacia la continuación de la playa. Ya no necesito ningún cartel que me corrobore que estoy en la zona en que quiero estar. Secándome al aire, paseo tras el despareado y regreso al lugar en donde he abandonado todas mis pertenencias.
 

Menos mal que estoy en patria donde no campean a sus anchas los ladrones. Me tumbo un rato y me doy otro baño en la zona. Es el baño más largo de todo el viaje de este verano. Quizás ayude la buena temperatura tanto del agua como atmosférica. Estoy en la playa de 12:00 a 12:30, tiempo en que mi camiseta y el calzoncillo que había extendido sobre la arena, ya están casi secos. Así que vestido y cargado con las mochilas, voy recorriendo la playa hacia el Norte.
Socorristas y escultores de arena.
Dos chavales han enterrado a un amigo y lo han convertido en andrógino. Aunque por la edad no se atreven a estar desnudos, se entretienen en añadir al cuerpo cubierto de arena, sendas tetas y un gordo pito erecto. Es una forma de transgredir las normas, algo que sí les permite su moral y la ética liberal del lugar. Están seguros de que nadie se lo va a reprobar, ni aunque resucitara la reina Guillermina. Les saco una foto y se ríen. Tienen certeza de que no voy a hacer un uso malévolo de su imagen.
 

Toda la playa por la que paseo ahora es textil. Llego al lugar donde vigilan los socorristas. “Lifeguard”, salvavidas, son las letras que destacan, más que “reddingspost”, puesto de socorro. No puedo dar razones que lo justifiquen. Son dos chicos los que cubren el puesto, que está soportado por cuatro patas enclavadas en la arena. Uno de ellos está de pie, activo, vigilante, mientras que el otro, tumbado a la sombra, poco le puede ayudar en esa tarea. Me parece un buen sitio para dormir esta noche puesto que, si llueve, el puesto de socorro me puede servir de paraguas. Anotando dicha posibilidad en mi magín, sigo adelante.

Encuentro a una familia: padre, madre y dos hijas, esculpiendo una sirena. No se limitan a hacerla de arena, sino que con algas verdes (¿un plástico encontrado?), tratan de imitar escamas en la parte inferior del cuerpo. ¡Hay si la viera Ulises! ¿Se prendaría de ella como de Calipso? Yo no pasaría con ella ocho años de mi vida faltándome todavía tanta Europa por recorrer. Muy púdicos, han puesto a esta sirena un sujetador de conchas para ocultar sus pechos desnudos. Abandono a esta familia y a su sirena y sigo adelante. Se va acercando la hora de comer y debo salir de la playa si quiero encontrar un restaurante adecuado.
 





Antes de salir de ella, encuentro otra zona nudista, aunque pocos de sus usuarios están desnudos. Como ya me he dado los baños antes, ahora sólo me preocupo de ver alguna salida que supere la duna. Encuentro un lugar asfaltado y subo por él. Desde la cima de la duna ya se pueden ver los mástiles que indican el lugar en que los veleros están amarrados al puerto deportivo. Como ya es habitual en todo Holanda, aquí también están amarradas sin candar las bicicletas que los usuarios han dejado sin necesidad de que nadie las vigile, y sin pagar ningún canon para ello. Tienen total seguridad de que, cuando vuelvan de la playa, allí van a encontrar sus bicis. No voy a tener ninguna pérdida, ya que el asfalto, que en realidad es como un pavimento que imita un embaldosado, está muy visible. Se ve que lo barren cuando se cubre con la arena fina de la duna cuando la empuja el viento, algo que es lo habitual.
 
El puerto de Dorp.
Así es como paso de la playa al puerto que ayer, finalmente, no visité. Pero en el intermedio, encuentro una zona en la que alquilan caballos para pasear. Unos edificios de madera nos hacen pensar que podemos estar en el Oeste americano. Lo más cutre es la delimitación del recinto con unas vallas que tienen visos de provisionalidad.

 

Antes de llegar al puerto, paso por otros edificios que cumplen otras funciones más de tipo portuario. Un chaval conduce como puede dos altos contenedores que soportan cajas plagadas de cartón, con intención de llevarlas a un lugar para su reciclaje.




Las lleva rodando, pero son difíciles de conducir. Sobre todo porque la carretera asfaltada va cuesta arriba. Yo también voy muy cargado, pero me habría gustado ayudarle a empujarlas. Por fin, llego al puerto deportivo, donde destacan unos hermosos veleros con sus altos mástiles que habrían encantado a mi amigo Röel, el velerista que conocí en la etapa en que llegué a Rotterdam. Aquí también hay muchos veleros antiguos. Veré el puerto con más detalle después de comer.

 

De Dining.
Este es el nombre del restaurante en que como. Pido huevos con jamón, y les digo que no le pongan nada de queso. Pido también ensalada Nicose, pero parece ser que les falta alguno de los ingredientes y no me la pueden preparar. Sin saber cuál es el ingrediente que les falta, la sustituyo por otra de espinacas. Grave error, ya que esta lleva dos grandes trozos de queso de cabra. ¡Lo voy a terminar aborreciendo! Dejo pan y bebo dos cervezas turbias: Koning Ludwig Weissbier de 33 cl., que pasan por mi esófago refrescándolo muy a mi gusto. Tomo ésta, ya que no estaba la Grimberger en la lista. Acabo la comida con un coffe verkeerd y pago con Visa 29,25€. Voy al retrete y cago un poquito y luego me quedo escribiendo el diario hasta las 17:25 puesto que tengo mucho que contar. Las camareras han alucinado con mi viaje. Mientras han preparado dos mesas que han sido reservadas para la cena. Han cambiado también la mesa alta y puesto como para siete cubiertos, la que al llegar yo estaba ocupada por ocho comensales. Son muy jóvenes y muy activas estas chicas. Estoy muy a gusto en este lugar pero, mientras escribo, el día se va estropeando paulatinamente. 
 
Abandono el restaurante con intención de volver a la playa en la confianza de que no llueva. Bajo de nuevo al puerto y paseo por las distintas dársenas. Veo más veleros grandes y después un lugar donde son más sencillos.




Después saco otra foto con el restaurante donde he comido, el Havenpaviljoen De Dining. Después encuentro un puesto en el que venden fruta y compro dos mandarinas que me cuestan 74 céntimos. Pero aquí no funcionan las monedas de céntimo. “Sólo en Alemania”, me dice la cajera. “Y en Francia, y en España, y en Portugal”, le respondo. Así que pago 0,75€. Me las como allí mismo y tiro las peladuras en la papelera. Cuando doblo hacia la playa, encuentro en las escaleras del restaurante a la camarera que se ha visto obligada a decirme que no me podían preparar la ensalada solicitada. Está hablando con su compañera, la de pelito corto, con la que no he conversado, y con otros dos compañeros de cocina que también están sentados en los escalones. Algo le tira uno de ellos a mi camarera y le hago un gesto de recriminación. Pero me acerco a ella para despedirme. Ha sido una excusa perfecta que me ha permitido el acercamiento. Los cuatro están fumando y, cuando me acerco, ellos ya se tienen que marchar. Ha acabado su tiempo de descanso. Me quedo con las chicas y mantengo una conversación difícil. Menos mal que la de pelito corto entiende mi intención. Pero mi camarera me echa en cara que si fumar tabaco es malo para la salud, también lo son las dos cervezas que me he bebido durante la comida. Y la verdad es que no le falta razón. Saco a colación a Aristóteles y a la virtud, que está en el justo medio, el estrés de la mujer al incorporarse al trabajo y no tener resuelto quien hará las labores de casa, los maridos no colaboradores en las tareas domésticas, etcétera… Creo que la camarera del pelito corto es más receptiva y se queda explicando mi discurso a su compañera. Entonces “dank u wel”, llega la hora de volver al trabajo. Me despido y me voy, cuesta arriba y cuesta abajo, hacia la playa. Paso por donde los potrillos de las caballerizas y los hangares para vehículos y pronto estoy donde estaba antes de comer.

Tarde playera y cielo amenazante.









Bajo a la playa. Como ya era previsible, el nudismo de la mañana que había en esta parte final, y ahora inicial, de la playa, ya se ha esfumado. Sólo una mujer se baña desnuda y luego se protege con paravientos , donde espera su marido en bañador y con camisa puesta.

Por la orilla, pasea un vuelvepiedras, de los que se alimentan de orugas, lombrices y caracolillos que encuentra en la arena húmeda. En un momento determinado se cruza con una gaviota y ni se saludan. Cada cual va a lo suyo.



Pasa el camión oruga que nos trajo ayer del barco y va dejando impresa en la arena una leyenda que, supongo, ofrece sus servicios. Como no sé holandés no la entiendo, pero saco varias fotos de la huella que va dejando, para el que sea capaz de descifrarla. Luego sacaré fotos más nítidas.
 

Aprovecho para que se vea las características de la duna que delimita la playa de las zonas urbanas del interior. Una sombrilla azul, orientada a favor del viento, que no cumple función de quitavientos, porque de otra manera ocultaría el sol, oculta a otra mujer que siempre que sale de detrás de su sombrilla para bañarse, lo hace poniéndose un pareo que oculta su desnudez. Se bañará así varias veces. Sale, se quita el pareo, lo deja en la orilla y ¡al agua patos! Alguna vez, el viento se lo vuela un trecho. Se baña largo y tendido y vuelve a ponérselo al salir del agua. En uno de sus regresos, se le ha doblado la sombrilla para el otro lado y trata de corregirlo empleando una estrategia inadecuada. Como no lo consigue, acaba plegándola y se va. Me quedo sin el espectáculo gratuito que estaba disfrutando. Saco foto de la mujer con el pareo al salir de su sombrilla azul y luego cuando ya ha decidido plegarla y vestirse para marchar.
 
Paulatinamente el cielo se ha ido encapotando. Ahora muestra nubes grises amenazantes. ¡Con lo bien que dormí ayer sin ninguna preocupación!
 
Unos rayos de sol las atraviesan y aún abrigo la esperanza de que no llueva. Acabo marchándome, en dirección Sudoeste, para encontrar el lugar con hamacas y chiringuito cerrado que descubrí ayer. Quiero ir con tiempo, para prepararme mi guarida nocturna.

Al volver hacia atrás, encuentro otra sirena, ésta abandonada y de peor factura que la de esta mañana. Ni siquiera le han puesto brazos, así que difícilmente podrá amarrar a Ulises. La marea está subiendo y en poco rato acabará llevándosela el mar, que es el sitio natural en donde deben estar las sirenas. Un hombre viene por la orilla mientras yo voy cantando y, cuando me cruzo con él, sigo cantando “Ninge, Ninge, Ninge, tan chiquitiiito, el negrito, que no puede dormir…” y nos saludamos al pasar. El hombre se acerca a la duna y sube a lo más alto donde, protegido del viento, se queda contemplando el paisaje. Supongo que con la intención y confiando en ver la puesta del sol. Aunque lo más previsible sea que hoy no podamos ver nada tan singular. Ya llevo un rato desnudo, con la toalla cubriéndome hasta las tetillas, pero decido ponerme la camiseta y, finalmente, vestirme. Entre nubes, consigo ver el sol, pero sólo será por unos segundos.
 

Ya no lo veré más en lo que queda del día. Otras gentes también van de retirada.









Saco varias fotos con la leyenda que va dejando su huella en la arena el camión transportador y será ahora, el que sepa neerlandés, quien podrá descifrar el anuncio gratuito.

 
Al final me encuentro con la mujer de la sombrilla, que queda asombrada cuando le cuento mi viaje. Me despido de ella y me dirijo hacia donde he previsto dormir.

Mi dormitorio. 
Arquitecto por una tarde. Lluvia.
En el camino me encuentro con dos mujeres, un hombre y dos perros. Una es perra y es malagueña. Le llamo “perra” pero no sé si me entiende. Parece como si ya hubiera olvidado el idioma de su país de origen. Alucinan con mi viaje y lo que más les sorprende es que vaya con intención de dormir en la playa, y más con la perspectiva de cielo amenazante que se avecina.
 
Por fin llego al contenedor sobre ruedas que, creo, algún día fue bar, aunque siempre que he pasado por aquí lo he encontrado cerrado. Sorprende que no funcione en pleno agosto. Decido hacerme una tienda de campaña apilando hamacas. Para lo cual, las voy acercando al contenedor-bar. Apilo tres hamacas plagadas en paralelo con otra pila de cuatro, que quedan a la misma altura, dejando hueco suficiente para dormir entre ellas. En sentido contrario y apoyándome en las dos pilas, coloco tres hamacas transversales, que harán de techo. Sobre ellas coloco mi capa de plástico, dejando la parte rota y la abertura para meter la cabeza, sobre la hamaca central. Lo sujeto lo mejor que sé y puedo, y acabo colocando otra hamaca encima en el sentido de mi cuerpo. Aunque la tela de las hamacas deja espacio para que pase el agua de la lluvia, si es que llueve, al menos frenará el ímpetu del inicio. Llegan tres chavales, que me ven haciendo mi ejercicio de arquitectura. Dejan sus camisetas y calzado en una de las hamacas y se alejan para jugar al fútbol. Pero como comienzan a caer algunas gotas, regresan y siguen atentos mis operaciones. Había una tela de camuflaje entre la floresta de la duna y voy a buscarla, pero la tela impermeable ha desaparecido de donde estaba. Sólo encuentro los palos que la sujetaban. Llega una familia con tres niños y se dedican a hacer bloqueos y lanzamientos con balón de rugby. El hombre se cree que trata con adultos y les manda mensajes rudos propios de hombres recios. Uno de los niños se queja de la dureza con que actúa alguno de sus hermanos, pero el entrenador les sigue mandando los mismos mensajes para que se endurezcan. Es una interpretación que yo hago de los sonidos que me llegan de un idioma que no entiendo. Estos también se van, junto con otra gente que ha llegado después, pues la lluvia se va animando. La playa queda desierta, a excepción de un menda, que me cobijo bajo mi cobertizo improvisado. Parecía que no iba a ser posible, pero antes de ocultarse el sol definitivamente por hoy, acaba asomando entre nubes. Dos fotos antes del ocaso solar. Me parece que la lluvia arrecia, pero quizás sea más la apariencia por la sonoridad de las gotas de agua al caer sobre el techado de plástico. No obstante, me gustaría que parara de llover.
 
Hacia las diez, la lluvia cesa. Más tarde rayos y truenos ponen en tensión la noche, aunque es probable que parezca más temible el aparato eléctrico y el clímax de la escena que el agua que realmente cae. Quizás la tormenta está sólo en la mar. Lo peor es que se levanta viento y eso me preocupa más porque, según de dónde azote, tengo huecos de entrada a derecha e izquierda que no había previsto. Son huecos que las patas de las hamacas no me han permitido tapar. También se forman dos bolsas entre los huecos de las hamacas que hacen de techo. Menos mal que la que he puesto encima de la capa, sujeta perfectamente el plástico protector. Dispongo de un amplio margen entre la almohada, mi cabeza y el lado que no queda a cubierto.

Antes de meterme en mi choza, he orinado pero, cuando debo orinar de madrugada, tengo dificultad para salir y volver a entrar. Es en ese momento cuando veo el cielo estrellado y la Osa Mayor nítida sobre el mar, aunque sigo sin ver la luna. Sin embargo, cuando me despierto por la mañana, el cielo se ha vuelto a cubrir de nubes. A las 5:30 vuelvo a salir para orinar, me meto de nuevo en la cama y duermo hasta las 7:30. Esta mañana no aparece Jan con su perro y no me apetece darme un baño. Hace fresquito y me pongo el jersey.

Balance de un día que empezó muy bien y acabó con lluvia.
Lo más interesante del día ocurrió por la mañana con Jan y su familia acogedora. Ha sido una ventaja poder hablar en castellano. También el desayuno y el acompañamiento a comprar el billete para el barco de mañana, para sacar dinero, y para ver el faro. Los baños en la mar han sido gratos y la comida hubiera sido mejor sin queso de cabra. Interesante la reacción de las camareras. También, de cara a la subsistencia del náufrago, la improvisada chabola de campaña para protegerme de la lluvia que amenazaba y que acabó cayendo. La madrugada presagiaba mejoría, pero no ha sido así.

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