viernes, 22 de abril de 2016

Viaje a Bretaña


307.4 11 de junio de 2013. Viaje de Hendaia a París y de París a Guingamp.
Me despierto con la alarma a las 5:50 horas. Orino, me afeito y guardo la máquina en la mochila. Ya está completa y la puedo cerrar. Me voy pesando. Primero desnudo, luego vestido, después sólo con la mochilita y, finalmente, con todo el equipo de viaje. Dejo preparados los deberes. Las restas las haré al regreso. Así sabré el peso que pierdo en el viaje que, normalmente, suele ser de siete kilos y medio. Ayer dejé la bolsa de basura cerrada y preparada para bajarla hoy. Desayuno. Ahora cierro la llave de paso del gas, para evitar accidentes en mi ausencia, pero olvido bajar el interruptor de entrada de la electricidad. Ayer dejé abierto el frigorífico, vacío y sin hielo, para que no coja mal olor. Espero que el agua sobrante de la descongelación del hielo se evapore sola y no moje el techo de los vecinos de abajo. Olvido bajar la basura. Quedará haciéndose compostaje casero, antes de que se ponga en marcha el nuevo sistema. Me doy cuenta en el ascensor, pero ya voy algo justo y no me quiero arriesgar a perder el tren. 
 
Son pasadas las 6:18 horas y tengo un cuarto de hora para llegar a la estación, la Gare de SNCF. Con los problemas derivados de la pérdida de la mochilita, que retrasó mi regreso a casa, se ha quedado sin hacer la limpieza que había previsto: barrer y fregar el suelo. Otra tarea para la vuelta. Además de las mochilas, llevo en una bolsa una botella de sidra, otra de txakolí, dos obsequios vascos para Annick, con el fin de comparar con la sidra bretona. En la misma bolsa va mi comida del mediodía: tortilla, pan, y los quesitos en porciones que me habían sobrado. Además llevo tres dientes de ajo, un limón y la mermelada de naranja sobrante. Como tentempié para el viaje: pipas de calabaza y dátiles. Menos mal que, aunque Telecom cierra los lunes, los de la competencia de Orange, ayer me resolvieron el problema de comunicación con móvil. No llevo el mismo sistema de tarjeta que el del año pasado, pero es similar.

Francia Atlántica II parte. En el tren. Larry.
Después de un pateo de un cuarto de hora, llego a la estación de Hendaie. El tren ya está colocado en la vía que indican en el panel. Introduzco el billete en la canceladora de la entrada y busco el coche 23. Me toca de espalda. Escribo. Abandono la escritura llegando a la estación de Bayonne. No bajo. Si no, parecería que retrocedo al verano de 2006, cuando cogí el autobús a Saint Palais, Donapaleu, para comenzar el Camino a Santiago que, finalmente, se convirtió en la vuelta a la península. A lo largo de la mañana voy viendo grandes charcas de agua y, aunque no me preocupan de primeras, sí cuando a las 8:30 veo varios caminos inundados. Poco antes de llegar a Bordeaux, voy al retrete y cago.
 

Como ha sido grande el madrugón, no he tenido tiempo de dejar el regalito en Irun. Me desprendo de lo sobrante y mi cuerpo me lo agradece. Antes de volver a mi asiento, me acerco a la familia que ya había montado cuando yo he llegado. Están en el departamento contiguo, justo detrás de la puerta. Había intuido que iban a Euro Disney y acierto. El niño mayor no tiene más que ocho años y sus padres creen que no perderá nada fundamental por faltar unos días a clase. Me despido de los bilbaínos hasta más tarde y entrando en Burdeos me voy a mi asiento. Allí monta mucha gente. Iré con Larry hasta París. Charlaremos de todo un poco. Poco antes de llegar a destino, una señora que, por lo visto, y oído iba detrás, me dice que está prohibido hablar por móvil (“portable”, dice) en el tren, y que también ir hablando sin callar. A Larry no le dice nada. ¿Habrá pensado que he venido hablando yo solo? Creo que esta mujer puede estar dando muestras de hispanofobia, fobia al castellano, o a mi incorrecto francés. Tampoco le dice nada al chico que está al otro lado del pasillo y que ha tenido alguna intervención breve en la conversación. Me dicen: “no le hagas ni caso”. Larry se define como “vago por naturaleza”. No ha conducido nunca, ni tiene carnet de conducir. Es hijo de francés y burgalesa. Le gusta más el frío de Burgos que el calor. Lleva una Tablet pero, como el TGV no facilita conexión a Internet no podemos entrar en Google para localizar el cementerio de Montparnasse, que es el más próximo a la estación de París. El de Pere Lachaise, más interesante, queda demasiado lejos y no tengo mucho margen para coger el tren que, con dirección Brest, me llevará a Guingamp, donde me espera por la tarde Annick. Hablamos de mi viaje y de su trabajo. Es encargado de la organización de los análisis de un laboratorio. La edad de Larry se sitúa cercana a la cuarentena, pues me dice que está cercana a la de mis hijas. No tiene novia, ni intención de tenerla. Quizás sea por vagancia, por no hacer el esfuerzo de buscar y encontrar una. En la familia de la madre hay ocho hermanos y, por tanto, tiene muchos primos en España, entre Burgos y Valladolid, y alguno más en Francia. Pero él, por contraste con tanto familión, es hijo único. Vive independiente, pero haciendo muchas visitas a sus padres, en las afueras de París, “a banlieue”, como suelen decir. Al bajar, cogerá un tren de cercanías y nos despedimos. Larry me ha proporcionado un viaje ameno. Llegamos con 20 minutos de retraso y la megafonía da muchas instrucciones para aquellos que tienen que hacer conexiones con otros trenes, informando del andén en que están estacionados. Yo no me preocupo, puesto que mi tren no estará en vía hasta la tarde.


París. Cimitier de Montparnasse.
Llega el tren a París y, como vamos en el vagón de cola, nos toca patear todo el andén, de rabo a cabo. Nos cuesta mucho llegar hasta el final de la estación, un edificio que me parece desmerece la categoría que requiere la capital gala. Como el retraso me ha reducido el tiempo y estoy empeñado en comer en el cementerio, pregunto por la dirección que debo coger para llegar al de Montparnasse. Casi nadie sabe donde está. Una mujer me dice que no sabe pero, se lo piensa mejor, y me orienta en la dirección correcta. Dos mujeres, que van en esa dirección, me dan las pautas finales que me permiten llegar. Paso por la puerta de entrada, donde leo algo de Municipal, pero ni me entero de que ya estoy en el cementerio. Tenía que haber entrado por esa puerta, por la que luego saldré, pero continúo por el exterior de toda la tapia que protege a los muertos, sus tumbas y mausoleos. El paseo lo hago por la acera, con carretera de mucha circulación, no en vano estamos en París, y entro por la siguiente puerta.
 

Las mujeres no me han dicho que ya había pasado la puerta. Pensarían que la tumba que busco estará más cerca de la otra entrada. No saben que no busco ninguna tumba, sino un sitio adecuado para comer. Efectivamente, acabada la tapia, hay otra entrada. Ahora, obligado por las tumbas próximas a la muralla, mínimamente separado de ella, inicio el recorrido casi inverso, pero ahora por dentro del cementerio. Cuando llego más o menos a la mitad, paro ante un pequeño mausoleo. En él pone Missions Etrangeres. Me parece un lugar apropiado para que pare a comer quien está pretendiendo caminar por las costas europeas. Aunque el concepto de misión, me recuerda a las misiones de catequización de la iglesia del franquismo, la palabra misión también tiene connotaciones para lograr la excelencia en la calidad, unida en la trilogía: misión, visión y valores. Bueno, el caso es que he encontrado mi restaurante en estas Misiones Extranjeras. Descargo mis mochilas, orino contra la tapia y comienzo a comer mi tortilla de patatas. Aunque ayer ya congelé el pan abierto, no la como en bocadillo. Saco foto del lugar, donde se puede apreciar la poca lejanía de la tapia. 

La tortilla la como con tenedor de plástico. Este año el equipaje va protegido por una funda naranja, muy llamativa, que cubre mi mochila y que también, por esa misma intensidad naranja, me protegerá a mí cuando camine por carretera. La otra bolsa de plástico, desaparecerá de mi equipo para cuando comience a caminar. Bebo agua del Añarbe. Terminada la comida, me encamino hacia la primera puerta, la más próxima a la estación, y saco alguna foto más del cementerio. Tumbas sencillas, catafalcos familiares, sin la elegancia y belleza del Pere Lachaise. Como la foto está orientada hacia el lado paralelo a la tapia en que estoy próximo, se pueden ver los árboles que circundan el cementerio de Montparnasse. Ahora llego a la puerta de salida, por la que no he entrado al llegar y donde veo alguna dependencia municipal, probablemente de mantenimiento del “cimitier”. Por allí abandono a los enterrados y les dejo tranquilos. No les ha despertado ni el aroma a tortilla de patata con cebolla. A pesar de mi vanagloria, compruebo que mi apreciada tortilla no tiene el poder de resucitar a los muertos.

Tren a Brest. Benoit.
Si el tren que me ha traído a París, finalizaba en la estación de Montparnasse su recorrido, el que cojo por la tarde finalizará en Brest. Pero yo no voy a llegar hasta allí, ni podré visitar al restaurador enamorado de la bilbainita que ten bien me dio de comer el verano pasado, sino que bajaré en Guingamp, de acuerdo con las instrucciones de Annick.
 
Cuando saqué el primer billete, el lugar de llegada iba a ser Saint Brieuc, a donde llegué el pasado año y de donde pienso abordar la continuación de éste. Pero Guingamp queda más cerca de Plougrescant, domicilio de mi amiga acogedora, y es la razón por la que cogí otro billete de ida y vuelta Saint Brieuc-Guingamp-Saint Brieuc. El regreso a Saint Brieuc lo haré dos días más tarde. Intento hablar por teléfono con Annick, pero no me responde al fijo. Cuando llego a la estación, el tren se encuentra situado en la vía 2. Me corresponde el coche 20, que está al final, junto a la máquina de tracción. Pero ahora los últimos vamos a ser los primeros. No tengo suerte y me toca ir de espalda a la dirección del tren. Saco foto del andén de Montparnasse, con TGV estacionado en otra vía. Apenas ha pasado un cuarto de hora desde que he salido del cementerio. Conmigo se sienta Benoit, arquitecto de profesión y con trabajo. Es aficionado a las motos. El último fin de semana participó en la organización de un campeonato de Triatlón. Me dice que el campeón del mundo es un español, Toni “nosecuantos”, no retengo el apellido. No es deporte al que encuentre ningún atractivo y sólo me suelo fijar en el periódico, en Moto GP, la pugna entre Rossi, Lorenzo y Pedrosa. Más por la rivalidad que por el deporte en sí. De los tres, el que mejor me cae es Pedrosa. Los otros dos me parecen unos showman. Por otro lado, me parece insufrible el ruido de los motores. Me ocurre igual con en el automovilismo. Benoit viene de Valence, que está en el entorno de Lyon. Está en la montaña y, esta mañana, a las 7:30 horas, su pedre le ha llevado en coche desde Valence hasta Lyon. Va a bajar conmigo en Guingamp. Me dice que el tren sólo va a hacer tres paradas: Rennes, Saint-Brieuc y la nuestra.
 
La conversación con Benoit no es fácil, la pronunciación de su francés es muy cerrada y me cuesta comprenderla. No se muestra muy dúctil para buscar palabras alternativas, que signifiquen lo mismo, y que me permitan entenderle mejor. El vecino de pasillo entiende algo el castellano. Va haciendo Sudokus y de vez en cuando ayuda a que nos entendamos mejor. Durante el recorrido, saco una foto experimental del paisaje en marcha. Una pareja juega al ajedrez. Él es muy alto y sus piernas apenas caben pajo la mesita abatible. Ella me parece española, pero no tengo argumentos consistentes como para sostener que lo sea realmente. Cuando algún peón cae al suelo, es él quien lo busca, de rodillas. Es entonces cuando ella prefiere decir: uno, dos, tres…, que un, deux, trois… Quizás eso sea lo que confirma mi intuición de que sea hispana. Cuando él coge su mochila, casi se cae sobre la mujer de delante. El marido ha entrado al tren con una coleta, especie de pompón cardado que, al apoyar la cabeza en el asiento, se le ha aplastado. Cuando bajan en Rennes, la coleta-pompón, está aplastada y hacia arriba. Da una imagen bastante ridícula de él. Llegamos a Saint-Brieuc, no veo el mar, pero la “gare”, la estación, me resulta ya familiar. En ella inicié el retorno a Hendaye el año pasado. Durante el viaje hay mucho momentos de silencio y observo el paisaje, que pasa a gran velocidad, a la misma marcha que el TGV. Saco una foto experimental y enredo con el menú que ofrecen con escaso éxito de demanda. Llegando a la estación de Guingamp me despido de Benoit.


Guingamp. Annick.
Paso al andén por debajo de las vías y enseguida veo a Annick esperándome dentro de la estación. Nos abrazamos, damos cuatro besos y nos acercamos al coche y cargo mi mochila en la furgoneta. Avanzamos por zona peatonal y aparcamos en una plaza que tiene un arbolado circular. Tiene un bonito empedrado y, hacia el otro lado, una fuente que está protegida rodeada de cadenas. Y no son las de Navarra. Al fondo, se puede apreciar la hermosa iglesia catedral que, a lo largo de la tarde, la veremos desde distintas posiciones.
 

En esta plaza hay dos edificios que me llaman la atención pues, aunque mantienen la misma factura de las casas bretonas, son muy dispares. Una tiene su viguería entrecruzada de la fachada en tonos ocres rojizos y la otra en azulados. Las ventanas también son similares y el entramado permite más o menos, según el piso. Seis en el primero, siete en el segundo y tercero y tres en el último. La azul es más uniforme. También es más baja. Además de estas dos casas típicas, hay otras más recias de piedra de sillería que, junto con la catedral y el castillo, dan una idea de la importancia del lugar. En una de esas casas tienen una vivienda los amigos de Annick que conocí el verano pasado. 









Salimos del casco y paseamos cerca del río Trieux, que ya conocí el verano pasado cuando pasé el puente en Lézardrieux camino de Kergrist y Paimpol, el día que me encontré el bastón y los gendarmes me ofrecieron su show. La única diferencia es que aquel Trieux estaba más cercano a su desembocadura y aquí más al interior.
 

Aquí, una pequeña cascada permite la regeneración de las aguas, purificándolas. Para pasar al otro lado han construido un puente peatonal de madera, que nos invita a cruzar por él. Algunos patos muestran, con sus patas membranosas de palmípedos, sus habilidades natatorias. Tras sacar fotos del puente peatonal y del que sirve para que pasen los vehículos, con cascada en dos tiempos, paseando y hablando de mi viaje y del programa para estos dos días, nos vamos por el río hacia el molino. Allí encontramos a un chico que ha encontrado un lugar desconectado del mundo para pescar tranquilo. No ha pescado nada, pero es un chaval persistente. Está más pendiente de nosotros que de pescar. 

Vemos unos patitos en el agua y, después, a mamá pata. Encontramos a un señor al que Annick conoce de algo y le cuenta pormenores de mi viaje, pasado y por venir. En el entorno del puente peatonal sobre el río Trieux y con vistas a él, hay un sitio en que Annick pensaba invitarme a tomar algo, pero sólo funciona como restaurante. Volvemos a la plaza y en un bar tomamos, yo una cerveza bretona, que cuesta 4,10 y ella una Perier (2,40), ya que tiene que conducir. Pago 6,50 €. Me va a servir para cuidarme de pedir más cerveza a ese precio. Menos mal que no me quedan muchos días de estancia en Bretaña pues, tras Ille el Vilaine, ya entraré en Mormandía.
 


Después de la bebida nos despedimos de Guingamp, nos montamos en el coche y nos vamos hacia Plougrescant, pasando por lugares conocidos. Dejamos de lado el puente que va hacia Paimpol. En Tréguier pasamos los puentes que yo pasé sobre La Joudy y La Guindy. No me acostumbro al femenino de los ríos franceses.

Plougrescant de nuevo.
Llegamos a Plougrescant y dejamos de lado la iglesia de la torre torcida para compensar. Ya os la ofrecí en el reportaje del pasado verano y no me quiero repetir. Este año está siendo restaurada su fachada exterior. Annick debe resolver un tema con unos vecinos que alquilan una “gite”, casa de vacaciones, para familia de amigos.
 
Mientras ella hace la gestión, yo paseo por los alrededores. Por un camino, entre matorral y helechos, me asomo al mar y veo los islotes característicos de la zona. No me hago a la idea de la excursión que Annick me ofrece para mañana. Me ha dicho que caminaremos por islas y no creo que estos islotes puedan ser transitables a pie. Luego me asomo a un campo segado y cuya hierba ya ha sido recogida y enfardada en rodillos. Desde este lugar, veo el mismo mar con similares características que en la otra foto. Annick ya ha hecho la gestión. Llega gente que quiere comprar “galettes”, crépes, en la Crepería, pero martes y miércoles está cerrada. Annick me presenta y saludo a los del “gite” y me informan de que hay otras que también alquilan habitaciones. Habitación y cama. El pasado verano lo intenté en vano, pero este año ya tengo cama en casa de Annick.

Le Goufre.
Llegamos a la casa. La marea está alta. Annick tiene su kayak en la terraza. Ella prepara el pescado para meterlo al horno, le pone limón y lo envuelve con algas planas. Aprovecha el limón que he traído y hace les “haricots”, vainas redondas, con mis dientes de ajo. Le he dado las botellas de txakolí y de sidra vasca y parece que le ha gustado el regalo. También el kaiku que le he traído, hecho por artesanos del Baztán con madera de abedul, y pone interés en las explicaciones que le voy dando. Soy poco amigo de las tradiciones que no dejan avanzar, pero también soy sensible a que, una vez de que nuestros mayores dejen de hacer artesanía, estos elementos definidores de una época de ordeño en los caseríos vascos desaparecerán. A los jóvenes no les interesa aprender este oficio que resulta trabajoso, no es rentable y sale caro. Hay pocos compradores que lo demandan debido a su elevado precio y que no sirve más que de adorno. Algún caprichoso encarga una docena para presentar el ellos la “mamia”, leche cuajada pero, ¿quién hace “mamia” en casa? Pocos. Mi madre la hacía, pero ya murió. Annick a precalentado el horno y mete dentro el pescado. Mientras comemos como aperitivo “maquereaux”, caballa, verdel, en escabeche y queso a la pimienta. Bebemos un vino francés de características similares al de Porto. Quizás sea algo más suave. Es de Banyuls, en el Mediterráneo francés, por donde ya pasé camino de Collioure en 2010, el año en que finalicé la vuelta a la Península Ibérica. Lo trajo ella de allí, cuando hizo su viaje entre Collioure y Cadaqués. No sé si visitaría la tumba de Antonio Machado. Pasamos al pescado que, para mi gusto, es muy soso. Creo que lo ha llamado “lieu o láeu”, pero no lo puedo asegurar. Gracias a las “haricots” al ajo y a los macarrones que lo acompañan, se deja comer. Las ostras están exquisitas. Ella come cuatro y yo ocho, sobre las que exprimo mi limón. Acompañamos la cena con un vino tinto muy rico. Hemos cenado muy a gusto y nos vamos a dar un paseo por “le goufre”, el abismo. Llamo a Vera a las 23:30 horas. Ya se ha enterado de la peripecia de última hora con mi mochila y el resultado final feliz. Está ya oscureciendo pero, como Annick conoce el camino, yo voy tranquilo. Caminamos con seguridad por las rocas. Un holandés saca fotos nocturnas, con cámara muy sensible. Está haciendo lo que él llama foto experimental. En otras palabras: a lo que salga. Cuando regresamos, él también nos acompaña y Annick le cuenta que voy caminando hacia Holanda. Son las 23:30 horas cuando regresamos a casa. Cada uno en su cama. La casa consta de dos edificios. El pequeño tiene baño abajo, y una escalera que sube a la gambara abuhardillada. Mañana la fotografiaré con buena luz. Me lavo los pies y me acuesto desnudo y sin bajar las persianas de los luceros. Quiero despertarme mañana con la luz del día. Estoy cansado y duermo muy bien. Mañana será otro día. Otro día muy movido, ya que Annick me va a llevar por las islas que dejé de lado el pasado año frente a Port Blanc. Este recorrido precisa la colaboración de las mareas, ya que sólo lo podemos realizar durante la bajamar. Nos tenemos que acoplar a ella. Lo podría meter como una etapa más de 2013, pero la considero sólo un ejercicio de preparación, de entrenamiento, puesto que la Côte d’Ajoncs, de las aulagas, ya la finalicé el pasado verano.

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