viernes, 29 de abril de 2016

Etapa 02 (359) Saint Pabu- Saint Gérau


Etapa 02 (359). 15 de junio de 2013, sábado.
Saint Pabu-Carouel-Erquy-Plage Le Lourtuais-Sables d’Or les Pins-Cap Fréhel-Fort La Latte-Port Saint Gérau (Fréhel).


Hoy sacaré la mitad de fotos que ayer. Hubo demasiados caballos en honor a las apuestas del PMU de Valerie. Si sólo contamos mi viaje por Francia Atlántica, ésta es la etapa 68.

Amanecer en la playa de Saint Pabu.
Me despierto a las 05:15 horas, pero vuelvo a dormirme hasta las seis. Aguanto un poco más y me levanto a las 06:15. Rehago la mochila. Al haber necesitado por la noche la capa y con el par de sandalias al fondo, me cabe todo a duras penas. Queda muy abultada. Este año voy con una funda naranja, para proteger la mochila, que no ayuda cuando necesito coger o meter algo en ella. Sin embargo, la pequeña va bien y con todo a mano. Con todo recogido, para las 6:30 ya estoy en marcha. 
 
Voy hacia Carouel por el caminito que me lleva hacia el GR-34, pero vuelvo a descender porque me entran dudas sobre si el pueblo al que pertenece esta playa se llama Saint Pabu o Le Pabu. Una vez leído el panel de la playa y asegurado lo correcto de su nombre. No está lloviendo, voy con la capa puesta y, como es temprano y hay poca circulación, decido olvidarme del Grand Randoné y seguir por la carretera. Por la playa no iba a encontrar sitio para desayunar, y por la carretera… tampoco.

Carouel. Un pueblo fantasma.
Ha dejado de llover, pero sigo con la capa puesta para que se vaya secando y no tener que guardarla húmeda. 
 
Ahora sirve para quitarme el fresco de la mañana. En todo el trayecto sólo me cruzo con un coche. Al pasar por Carouel no veo a nadie. Ni puedo preguntar, ni probablemente aquí haya un sitio para desayunar. Menos a estas horas tan tempraneras y en sábado. Saco foto de la playa que va quedando atrás. Pronto llego a un lugar, probablemente todavía perteneciente a Corouel, donde ya se puede ver la siguiente bahía y el puerto de Erquy. 
 
Aquí tengo apuntado en mi mapa que está la playa nudista de Le Lourtuais. Habrá que buscarla. Saco foto de la playa y del puerto de Erquy.

Erquy. La Chapelle des Marins.
Entrando en este pueblo, encuentro un Lotto-Tabac abierto, pero no sirven cafés. Me dicen que lo mejor que puedo hacer, si quiero desayunar, es acercarme al puerto. Antes de entrar en algún sitio en que den desayunos, paso por la plaza de la iglesia. 
 



Después asciendo por una cuesta y llego a otra. A pesar de ser grande, la llaman Capilla de los Marinos, quizás sea de los marineros. Está enclavada en lo alto y delante tiene un gran crucero pero de factura actual. Su situación geográfica en la cima, da cierto encanto al conjunto. Una carretera hacia la derecha, indica servicios municipales. Cuando estoy bajando hacia el puerto, veo a una chica que pone un cartel en su establecimiento. Cruzo al otro lado de la carretera y leo: “Menú 11 €” y entro a desayunar.

L’Eden.
No está mal que, al inicio de la jornada, uno pueda desayunar en El Edén. Está en la calle Notre Dame. Una invitación para que vea la catedral cuando de regreso pase por París. La propia camarera va a comprar los cruasanes a la panadería y, aunque no tengo certeza, me cobrará más caro que si los hubiera comprado yo directamente 1,30+1,30+ 1,50 por el café con leche, hacen un total de 4,10 que, como tengo una moneda de 20 céntimos, dejo 10 de propina. Así que el desayuno me cuesta 4,20 €. Pregunto a clientes sobre las mareas de hoy y me dicen que la pleamar es coincidente con la medianoche. No consigo que me digan el nombre de la Chapelle que vi repetidamente ayer en la desembocadura del Gouessan. No sé por qué razón, creo que puede ser la de Santa Ana. La leche me la saca en jarrita aparte y supera las medidas habituales. Me añade más, después de que el croissant haya absorbido más de la mitad. Me quedo escribiendo hasta las 9:35 horas, que es cuando voy al retrete. Cago bien y hago con mi cara un lavado de gato. Recojo todo, me despido y para las 9:45 ya me voy hacia el mercadillo y el puerto.
Día de mercado en Erquy. Araignée.
Pues no señor, ni mercadillo, ni puerto. Nada más salir del Edén leo un cartel que me indica la desviación hacia el Cap Erquy y por allí continúo. Sin salir de entre las casas y sin proponérmelo, veo una mínima parte del mercado. Se trata del puesto que han montado unos jóvenes, al margen del oficial y, probablemente, sin la autorización municipal correspondiente. Es lo que pienso, ya que no tiene sentido que lo tengan montado tan alejado del lugar establecido para el mercadillo. Lo que estos chicos ofrecen es “araignée”, que se puede traducir por araña de mar pero que, más propiamente, llamamos centollo. Los portugueses los llaman “sandola”. 
 
No son de gran tamaño si los comparamos con el que voy a comer a mediodía, tentado por estos que veo ahora. Les pregunto si también los venden cocidos y me dicen que no. Crudos no me los puedo llevar, ¿dónde los prepararía? En île de Batz, al Norte de Bretaña, tuve la oportunidad de ser invitado a “crave”, buey de mar, como ya os conté. Me gusta mucho el buey que, preparado, en el País Vasco llamamos “txangurro”, que también puede ser de centollo. Se asombran con el viaje que estoy haciendo y me desean buena continuación. Me dicen que voy en buena dirección como para llegar a la playa nudista de Lourtuais. Tengo que seguir la misma dirección que al cabo Erquy. Ya en las casas de las afueras, veo una que se pierde a la vista del caminante separada por un seto de arbusto de hojas similares a las del ciprés. Lo más curioso me resulta cómo han horadado el seto para que se vea el número de la casa, un contador, que supongo para el control de consumo eléctrico, y el buzón de correo de La Poste.

Cap Erquy y/o plage de Lourtuais.
Todos los indicadores de playa se van hacia la derecha, pero el cabo y la playa que busco se escoran hacia la izquierda. Parece que estoy retrocediendo. En un lugar cuyo pavimento está siendo reparado, acaba de detenerse una familia con niños. Una pequeña va en la mochila de su padre. “¿Pour manger?”, pregunto y me confirman que efectivamente, han parado para comer. Supongo que será un frugal almuerzo, pues aún es pronto para comer. Me confirman que por donde voy se va al cabo.

Cuando llego al lugar donde el camino se bifurca y señala cabo y playa, lo tengo tan claro que no lo dudo. Me olvido del cabo, que me obliga a retroceder un poco más, y bajo hacia la playa. Enseguida, intuyo más que veo, pues los helechos y el matorral me lo impiden, la playa que busco. En la foto que saco, lo que mejor se ve es el cabo con sus islotes. Los más próximos, rocosos, están unidos al continente por un istmo que es playa. El camino de acceso coincide con el GR-34. 
 
Cuando estoy a unos pasos de la playa, el camino continúa hacia el Este y una escalera de madera me invita a bajar a la playa de Lourtuais. Bajo los peldaños y ya estoy en la arena. ¡Cuántas ganas tenía de descalzarme! Me dirijo hacia el lado Oeste, que tiene rocas protectoras del aire que, sin ser excesivo, sopla. Al no hacer mucho calor, sin las rocas, el viento resultaría desapacible. Por delante de mí, un hombre ha bajado a la playa con sus dos perros. Otro ha continuado por el camino, por donde más tarde iré yo también.

Nudismo en Lourtuais.
Me desnudo en la zona de rocas y voy al agua en donde no las hay. Mi baño es de entrar y salir, un baño simbólico, ya que ni el viento ni el poco calor colaboran para que tome un baño relajante placentero, y enseguida vuelvo a mi circo protegido. Fotografío el lugar de playa y rocas. Me seco paseando por la orilla hacia el Este. Al pasar, saludo al de los perros y continúo al extremo opuesto de la playa, zona en que hay cantos rodados y cascajo, que me abstengo de pisar. Salvo en los dos extremos, éste de “caillou” y el mío de rocas, el resto de la playa es de arena fina muy agradable. Cuando estoy volviendo a mi sitio, veo que va hacia allí una pareja. Como yo he ocupado ya un lugar central en el circo entre rocas, ellos prueban un lugar en la arena más próximo al agua. Pero no se encuentran cómodos y acaban decidiéndose a venir hacia la zona en que estoy yo. Colocan sombrillas protectoras, pero una se la vuela el viento enseguida de colocarla. Él se desnuda nada más llegar, pero ella se hará la remolona. 

Para facilitar las cosas, me voy con mi cámara para sacar una foto de la playa desde las rocas que hay en la mitad, antes de empezar el pedregal. No había cogido la máquina en mi primer paseo tras el baño. El cabo Erquy y su playa se ven con mayor nitidez. Me gusta este conjunto. Cuando estoy volviendo a mi sitio, otra pareja ha tomado la parte delantera, donde lo habían intentado los primeros, y parece que se deciden a quedarse ahí. Pero en seguida él se viste, no puedo asegurar si es de neopreno o por el frío que hace a mar abierto. Ya en mi sitio, hablo con mi vecino. Le cuento mi viaje y proyecto de llegar a Alemania. Me dice que para llegar a comer a Frehél me quedan 20 kilómetros. Van a ser las 11:30 horas. Imposible llegar a hora adecuada para comer. Acaba de llegar una nueva pareja y mientras están preparando sus quita-vientos, yo me visto, me despido de la pareja con quienes he estado hablando, y parto por el GR-34. Subiendo los peldaños de la escalera de madera, encuentro a un matrimonio muy mayor y muy asertivo. Ella es gruesa pero con una cara muy fresca y amigable. Me dice que no voy a encontrar nada para comer en el camino. Confirma lo que ya me ha dicho el nudista en la playa. 
 
Me despido de ellos y me armo de valor para subir la escalera en que se convierte el GR-34. Después de ascender a la primera loma, me encuentro con otra pareja, pero me alejo del camino, asomo al acantilado, y saco una foto de la playa de Lourtuais, que ya va quedando atrás. Ofrece una buena visión de conjunto. La playa en el istmo del cabo Erquy es más pequeña de lo que me ha parecido antes y da a dos aguas, a uno y otro lado del islote roqueño. Desde arriba se aprecia también el escalonado camino y el sendero serpenteante.

Hacia Sables d’Or, les Pins.
Recupero a la pareja, y voy un rato hablando con ellos. Como van muy lentos, no tienen prisa para llegar a comer a ningún sitio, pronto les dejo seguir a su ritmo. Me da la impresión de que ellos llevan la comida en la mochila, pero no. Me han dicho que ellos tampoco conocen ningún sitio cercano para comer. Acabarán comiendo en el mismo lugar que yo. Poco después de dejar a la pareja, en la cima de una escalera, una chica adivina que soy español. Me dice que hay una crepería enfrente de una isla que tiene una capilla. “La isla no tiene pérdida”, me dice, “la irás viendo por el camino de la costa”. Me ha advertido también que está difícil de encontrar si sigo el camino, que es mejor que lo abandone y me acerque hacia el borde del mar. Me calcula una hora o tres cuartos el tiempo que tardaré en llegar. Le gusta el recorrido que estoy haciendo y mi intención de llegar caminando hasta tierras de Germanía. 
 
Agradezco su información y, cuando me estoy despidiendo de ella, veo que el matrimonio que he abandonado hace unos momentos está subiendo por la escalera y se acerca peligrosamente. Acelero y cojo distancia. No me gustaría volver a hablar con ellos y, por su lentitud, dejarlos de nuevo en la estacada.

¡Isla a la vista!
Avanzo por el camino magnífico y, como sigo estando en la parte alta del acantilado, enseguida localizo la isla con capilla de referencia. 
 
Un poco antes de la isla, hay una playa y un conjunto de casas muy próximo a ella. Por detrás, un gran bosque de pinos me hace pensar en Les Pins, el complemento de la plage d’Or, la playa de Oro. No confundirlo con Marina d’Or de Oropesa. El punto donde está la playa y las casitas de cuento de hadas, da una imagen idílica del lugar que tan bien se ve desde las alturas. Pero, sin llegar tan lejos, en el siguiente entrante de mar, enseguida aparece otra playa intermedia. Tiene muy buen aspecto, hay poca gente y es especial para darme otro baño en bolas pero, como acabo de darme uno, no excesivamente placentero, y por la premura de la hora de comer, ni intento bajar a la orilla. Saco otra foto a playa pasada. 
Cuando llego a la siguiente loma, ya tengo más cerca la playa y el poblado y saco otra foto desde arriba y antes de empezar a bajar hacia las casas que lo componen. Ya casi a ras del mar, no veo acceso a esta nueva playa y me supongo que el único lo tendrá en la parte central, la más próxima al caserío. El camino sigue siendo bueno y, aunque con ascensos y descensos, voy avanzando. 
La parte intermedia, entre la playa y el camino, se configura en dos partes bien diferenciada, la parte de dunas con plantas propias de su hábitat y la de helechos, la más próxima al sendero. 

 


El GR-34 va junto a la carretera y las casas. Como muestra de estas casas unifamiliares, que me gustan, saco una foto de una de ellas. El techado imita a los bretones de paja. No intento bajar a la playa y continúo hacia la isla con capilla. Cuando termino de pasar el poblado, orino junto a un seto. Como la joven me ha dicho que la crepería está escondida, apartada del camino, dudo si salir o no del GR. En su patio, fuera de su casa, un hombre pela dos tacos de madera que tiene agujereados y avellanados. Con la lijadora portátil en marcha no puede oírme a pesar de que le grito. Me quedo un rato observando su trabajo. Su forma de trabajar es muy meticulosa. 
 
Iguala las superficies, pule los cantos de las dos piezas y, por fin, tras 4 o 5 minutos de espera, pulsa el interruptor y para el mecanismo. Le llamo y se acerca más. Me contesta que la crepería Saint Michel se encuentra más abajo sin salir del GR-34. O es otra crepería, o la orientación no coincide con lo que me había dicho la primera informante. Todavía tendré que pasar por otra playa, ésta de piedras. Desde arriba, ya veo muchos coches aparcados y gente vestida de fiesta. Parece que celebran algún acontecimiento, probablemente una boda. 

Desde arriba no veo la carpa que tienen montada para el aperitivo pero, cuando estoy ya a borde del mar, la veo. Es una carpa blanca, hacia donde se dirige la concurrencia. Ni intento que me inviten a comer. Difícilmente, con mi atuendo mochilero, podría camuflarme como invitado del novio o de la novia. Quizás me dirían: ¡Pero si esto es un bautizo! Parece que estoy remedando el clásico chiste del gorrón auto-invitado. 
 
La siguiente foto la saco ya desde la playa de piedras y bloques de contención del mar previstos para defensa contra las fuertes mareas. La isla con su capilla, está ya a tiro de piedra, pero no voy a lanzar ninguna, no vaya a ser que descalabre a alguien. Todavía tengo que pasar por una montaña de piedras con algunos trozos que se desmoronan. Por estar de cara al mar y recibir gran cantidad de rayos solares, se ve que el lugar es propicio para que campeen a sus anchas las víboras. 

Un cartel advierte del peligro: “Atention aux viperes” es lo que leo. Conozco a las víboras, las temo y, aunque no pongan “Interdit”, actúo como si esa fuera la palabra que he leído. Creo que éste si sería el lugar apropiado para poner señal de prohibición, y no en el acantilado precioso de Etretat. La pasada semana, concretamente el 23-04-2016, vi la película “Les souvenirs”, perfectamente traducida al castellano como “Los recuerdos”, donde informan que estos acantilados son propicios e invitadores a que los suicidas se quiten la vida. Si ese es su deseo, que les dejen hacerlo, pero que no prohíban caminar por su magnífico sendero a los caminantes que disfrutamos con los paisajes más hermosos del planeta. Etretat está en la costa Normanda de Seine Maritime, costa que tiene los acantilados más bellos de Francia. Al salir del cine, una pareja los comparaba con los británicos de Dover. Pero sigamos caminando hacia la crepería, que ya tengo mucha hambre. No sé la dificultad para llegar a ella desde el lado contrario pero, desde el camino que yo traigo, aparece con facilidad.

Centollo en creperie Le Petit Saint Michel.
Según la nota de pago, está en 68 Route de Lornet. Esta crepería pertenece aún a Erquy. Me siento en la terraza pasada la una. Desde aquí no se ve la isla que me ha servido de guía. Me ofrecen lasaña, que me apetece pero, al ser de salmón, la rechazo. También tienen Tourtteau (buey de mar) y Araignée y, para la una y media, ya tengo el gran centollo encima de mi mesa. Es el doble de grande que los que me ofrecían los jóvenes de Erquy. Casi no cabe en la mesa y debo hacer sitio para que entre la fuente para echar las cáscaras. Aunque tengo hambre, no me lo voy a comer con cáscara y todo. No es tanto el alimento que meto al coleto que, en realidad, a peso, no es tanto, sino la satisfacción con que me voy a comer esta “araignée de mer” lo que más me va a alimentar. El centollo me lo completan con un cuenco de mahonesa, que en la cuenta figura con el nombre de “araignée mayo” y 15 €. Aunque me lo como en junio, confío en que no estará caducada, ni la araña, ni la mayo-nesa. Me añaden dos euros de una pequeña ensalada de lechuga, tomate y chalota. Como no está suficientemente aliñada, me la como con un poco de la mahonesa servida y que luego no probaré con el centollo. Me limito a una copa de tinto Saumur Champigny. Saumur es el lugar más al Sur, donde viven mis amigos Virginie y Alain. Son los que en el verano pasado me acogieron en su mobil-home en Mesquer y con los que me voy viendo casi todos los años desde entonces cuando vienen a Cambo-les-Bains a su balneario de octubre-noviembre. Bien en Irun o en Cambo, dormimos en su casa de alquiler o en la mía. Poco antes de sacarme el centollo, llega a comer el matrimonio que he abandonado entre las dos escaleras ascendentes al venir, tras el baño. Ellos piden dos menús y, cuando ven mi centollo, se asombran del tamaño. Quizás también por el precio que voy a pagar por él. Lo han sacado sobre una plancha de pizarra, para que parta mejor el caparazón y las muelas o patas. El trabajo mayor ha venido de sacar el contenido de las muelas con los utensilios que me han facilitado. He procurado sacar la carne de las cavidades sin romperlas. Ha sido mucho trabajo previo, pues la carne la iba echando al caparazón. Al final lo he revuelto todo en la cabeza del centollo y lo he empezado a comer. Revuelvo y saboreo. Es pura delicia. Al final como una crepe de banana y pago con Visa 24 €. No me conviene pedir para comer este tipo de manjares, no tanto por el costo, como por el tiempo que dedico a comerlo. Desde que he comenzado a diseccionarlo, hasta que he acabado la última pata y el contenido del caparazón, han pasado una hora y tres cuartos. ¡Excesivo! Y todo el rato relamiéndome. Aunque no muy bien alimentado, este capricho me lo puedo permitir al inicio del viaje, cuando todavía no he empezado a perder kilos. Al final del verano, la mahonesa y el pan no habrían quedado casi intactos sobre la mesa. Nunca he comido centollo con pan y mahonesa y hoy no va a ser la excepción que confirma la regla. 
Ay si los pillara por la noche, cuando llegue a dormir a un lugar en que no hay ningún establecimiento hostelero. Pero ya lo contaré…, me estoy pasando tres pueblos…, o menos quizás. Como he sacado foto al traerme el centollo a la mesa, ahora no queda más que sacar otra cuando he finalizado. Así sabré el tiempo que ha transcurrido mientras lo he diseccionado y comido. Ventajas de la tecnología de mi cámara. No confundir cámara con camarera. No puedo tener buena conversación con una camarera que está haciendo sus pinitos con el castellano. No tiene el nivel necesario, y lo que me dice y lo que entiende es muy fragmentario. No me ha parecido muy espabilada cuando le he pedido mi crepe de banana. Como llevo demasiado tiempo peleando con el centollo, no me quedo a escribir y salgo a las 15:15 horas. La camarera me dice que todavía estoy en terreno de Erquy y que, hasta que no pase el río, no estaré en Fréhel.

Plage d’Or les Pins. Nudismo sin baño.
Para las tres y media ya estoy en la playa y voy caminando por ella. Hace viento y protegidos por rocas y quita-vientos, hay al menos una mujer que protege su cuerpo con una gran toalla. Parece que alguien más está tras el para-vientos. La foto la saco más que nada por la isla, ya que va a ser la situación más próxima a ella. Todavía sacaré dos fotos más en mi alejamiento hacia el Este. Tenía la opción de continuar hacia Fréhel, que ocupa un espacio al sur del siguiente rectángulo peninsular, si es que se pudiera llamar así a lo que queda entre los dos mares, el actual y el siguiente, pero lo que podríamos considerar istmo es tan ancho que no lo permitiría. 

La razón para no hacerlo, es que quiero ir hacia el cabo Fréhel. Pero primero pasaré un rato en esta playa de Oro. Tras caminar un rato por ella y con la inseguridad de un sol que entra y sale de entre las nubes, veo posibilidades de estar desnudo en la parte de arriba. Dos niños juegan horadando en “le sable”, la arena, y haciendo montañas con ella. Avanzo un poco más adelante y me desvisto. Me tumbo al sol, pero no me doy baño por dos razones, la temperatura no es alta y el agua de la orilla está muy alejada de donde estoy tumbado junto a los barrotes que protegen las dunas y que están conectados por cables de acero. Estoy desnudo a prudente distancia de una mujer que lee muy enfrascada en su lectura. Se ve que la tiene atrapada. De vez en cuando el aire levanta la fina arena y me embadurna. Antes de marcharme se me endereza milagrosamente y me hago una paja. Cada vez el líquido expulsado es de menor calado. Creo que no debo desaprovechar estos momentos de placer, cada vez más escasos, que me sirven y no hacen daño a nadie. Antes no lo contaba. En mi viaje parecía que no había nada de sexo. Hoy soy menos pudoroso porque creo que si digo que cuento todo lo que me acontece en el viaje, no debo ocultar esta parte complementaria del mismo. Con todo, no deja de aparecer muy al fondo un residuo de toda la mierda que nos metieron de pequeños, de todo lo que entonces era pecado.


Acantilados y playas hacia Fréhel.
Me visto y continúo caminando hasta media playa. Habré estado poco más de media hora en la playa. Después continúo por paseo marítimo y por él continúo hasta que llego al GR-34. Acabo en la carretera, pues ofrece buen arcén de hierba. Pero no se me olvida el anuncio que he visto al llegar, y voy muy pendiente de las “vipers”, víboras. Viper es fácil de asociar a sus lenguas viperinas. 


Vuelvo al GR cuando un anuncio avisa que hay una mesa con planos que permiten localizar los nombres de puntos concretos de la geografía costera. Es una mesa con plano del litoral entre Erquy y Fréhel. Saco foto de una casa bretona que me parece muy señorial y singular, y que está entre pinos. Después de que la carretera ya ha cogido un poco de altura, saco foto de la playa d’Or les Pins, que acabo de dejar atrás. 
 
Llego a otra playa de piedras que, con la marea baja va dejando entrever que los fondos marinos son de arena. No voy a bajar a ninguna de las playas que voy a ir viendo a continuación. Paso por carretera echa recientemente y todavía sin asfaltar. En paralelo va un camino ancho de un material blanquecino que, si lo pisas cerca del borde, éste se desmorona. 

 


En la siguiente playa, la carretera se aproxima al borde y los coches lo tienen fácil para aparcar. A pesar de la facilidad, hay poco coches aparcados. La verdad es que tampoco hay mucha gente en la playa, y eso que es ancha y con buenas dunas al fondo. Esta playa se inunda hasta el fondo del paseo y de las dunas con la marea alta. 
 
En la siguiente playa hay menos gente todavía. La facilidad de acceso a la misma todavía es menor. Ya se va viendo el cabo Fréhel al fondo y también su faro que, al llegar, fotografiaré. Pero no se puede ir al faro por la playa. La geografía costera me va obligando a ir el resto del camino algo más por el interior, pero no por ello dejo de ver más playas y acantilados, más acantilados que playas. El redondeado de estas pequeñas montañas, hace pensar en que en su día fueron dunas que, con el tiempo, se fueron consolidando. 
 
Denota un terreno muy vulnerable y frágil y donde crece la vegetación propia de la duna y los helechos. El camino me sigue obligando a guardar distancia con el mar. Se me está haciendo interminable llegar al faro. Hay caminos alternativos de suelo gris que, sin prisa, son ideales para hacer recorridos mañaneros o de tarde pero “tantas idas y venidas, tantas vueltas y revueltas, quiero amigo que me digas, ¿son de alguna utilidad?”. Me cuestiono ir por esos vericuetos cuando voy por un arcén de, más o menos, tres metros de ancho. Veo coches que suben y bajan, pero caminantes, ninguno.

Cabo y faro Fréhel.
Por fin enfilo la carretera que lleva hacia el faro. En la distancia, se ve mejor que el cabo, aunque el cabo sea lo principal, pues no habría faro sin cabo. También veo la entrada del GR-34. Paso por la zona de aparcamientos, pero ya no veo la señalización del GR. Me enfrento al faro y saco una foto sin ningún obstáculo. También de la torre aledaña que está a su izquierda. Sólo hay un coche aparcado. Puede ser de algún empleado del lugar o de algún minusválido al que autorizan a no dejar su coche en el aparcamiento para todos, el disuasorio, que he visto antes. 
 
En este faro, a pesar de sus dimensiones y siendo un faro visitado, no hay ni bar. Pasado el faro, continúo hacia el final, para tener una mejor vista del cabo. Poco más adelante hay otra torre más baja que la que he visto antes junto al faro, al llegar. Un grupo de italianos hablan entre ellos y me meto en la conversación. ¡Qué extraño que yo haga esas cosas! Al principio, me habían parecido catalanes. Me acuerdo de que Hillion estaba “gemelatto”, hermanado, con una ciudad italiana y les pregunto dónde está Bollobio. Me dicen que está en Lombardía, por la zona del lago Como. Una joven traduce. Se maravillan de mi viaje. Lo más alejado que se ve del cabo es un islote que es como si una roca se hubiera desgajado de la tierra y quisiera alargarlo ganando espacio al mar. 
 
Continúo por el lado Oeste y paso por el lado del restaurante. Está cerrado. El camino del entorno del faro se está acabando y entronca con otro que lleva al aparcamiento de coches. Veo de lejos a un chico que viene corriendo. Está entrenando. Corro para llegar a la vez que él a la encrucijada. Me asegura que el camino que llevo enlaza con el GR-34. El sendero sigue llevando por el borde del acantilado y ofrece una costa mucho más espectacular que la que venía viendo por el Este. Recuerdo mi paso por el cabo da Roca, próximo a Sesimbra, en Portugal, donde ocurría algo parecido. El acantilado era más explosivo hacia el Norte que hacia el Sur. 
 
Por allí aparecía “praia” Ursa, con una roca espectacular, donde dormí aquella noche. Por aquí también voy a ver varias rocas de similares características. Una de ellas me va a recordar a una pagoda. Estoy en el mar de la Mancha. La Côte de Penthievre ya la he terminado de pasar esta mañana, una vez doblado el cabo Erquy y mañana entraré en la Côte de Emeraude, costa Esmeralda, pero este tramo entre ambas costas no aparece en mi mapa con ningún nombre. Quizás sea porque lo que le da carácter es este Cap Fréhel. Paso por un lugar que ofrece restos de estrategia militar. Parece que en tiempos estuvo enclavado aquí un cañón ametrallador para defensa de estas costas. 
 
Probablemente alemán y contra el ataque de las flotas aliadas. No en vano me voy acercando a Normandía y a las costas del desembarco, aunque aún faltarán bastantes días para llegar a Omaha y otros lugares similares, donde me hartaré de Segunda Guerra Mundial. Es después de ver estos restos históricos, cuando llego a la isla que me parece una pagoda. Es probable que sea por el escalonado que ofrece, en estrechos bancales, que simula una talla hecha por el hombre. No quiero con ello negar que ese escalonamiento sea natural. Quizás por esa característica, sus paredes y superficies planas, aparecen totalmente plagadas de cagada de gaviotas. Ofrece grandes manchas blanquecinas. Musgo, caca y orín me recuerdan a los templos birmanos y a los chinos. Jamás he estado en ninguno de estos países asiáticos, ni tampoco se me pierde nada por no ir allí. Prefiero este viaje europeo. Frente a la pagoda, en la otra roca, un hombre observa. Espero que no dé un salto mortal al mar. 
A continuación, hacia el Oeste, se forma una bahía muy perfecta y peculiar. Parece una media luna cuando está en filetito menguante. Hace tiempo que llevo viendo, en el extremo más oriental de esta bahía, un castillo que no sabré qué es hasta el final, aunque ya en mi mapa lo veo escrito como Fort la Latte. Lo veré luego de más cerca. El sendero sigue siendo magnífico. Permite ver que, a pie del acantilado, ahora se forman playas. No son de arena, sino de piedras e inundables con la marea alta. 
 
Probablemente los haya, pero sus caminos dan la sensación de ser por vericuetos y accesos imposibles. Lo cierto es que tampoco me apetece bajar a estos abismos. Se va muy bien por arriba, pero se puede ver poco del acantilado, ya que por el borde han dejado crecer una maraña vegetal de matorral que se ha consolidado como muro protector. Si fuera un poco más bajo, nos defendería igual, pero permitiría solazar la vista del caminante. Sólo son prácticos estos muros cuando el viento que viene del mar es muy fuerte. 
 
Protegen del viento al caminante, pero los días de mucho calor, quitan posibilidades a la brisa marina de refrescar a los que caminan. “Sopas y sorber, no puede ser”, decían nuestros mayores. Estaban demasiado acomodados a la realidad, pero los de ahora creemos que se pueden buscar mejoras que permitan “sopas” y “sorber”. Nada es imposible si se pone empeño en mejorar lo existente. Adaptarse es necesario para sobrevivir, pero también hay que ser algo rebelde y pelear por mejorar. 
 
A veces el extremo oriental de esta bahía se ilumina por el sol. Al castillo de la Latte también lo enciende el sol y me parece cada vez más lejano. Me costará demasiado llegar hasta él. Aunque el paseo, con los distintos desniveles, me sigue pareciendo precioso. Si no fuera tan cansado… Saco una foto hacia el Oeste y ya veo cómo el Cap Fréhel se va quedando muy atrás. Parece que no, pero avanzo.

Fort la Latte.
En mi acercamiento a este fuerte o castillo, voy sacando más fotos. Aunque ya vengo sacando fotos desde que lo he visto, ahora van a ser tres las que lo ofrecen mejor por la cercanía. El fuerte está en el otro cabo de la bahía, el opuesto al cabo Fréhel. Cuando ya estoy enfilando hacia él, todavía por el lado de la bahía, saco una foto. No hay sol y el castillo que ofrezco está en penumbra. Resulta una fortaleza bastante grisácea, sin vida, sin contrastes. Cuando el sendero coge la curva, abandona la costa y vira hacia interior, hacia la derecha, saco una nueva foto. En ella se aprecia menos la dimensión del castillo, pero tengo la fortuna de que en ese momento su torre principal, y el resto, se iluminan con la luz solar. 
 
Al estar la torre por encima del horizonte, también la foto es más bella y, además, los digitales, con sus campánulas lilas, dan un toque colorista al conjunto. Doblado el cabo hacia la siguiente bahía, hacia Saint-Cast-le-Guildo, donde ya empieza la Costa Esmeralda, es cuando obtengo la mejor foto. Los contrastes de luz y sombra son mayores y se aprecia mejor sus dimensiones y su estructura interna, así como los muros exteriores, que soportan el conjunto y lo defienden del mar, cuando está bravío. 
 
Hoy está calmo y se podría pensar más en un cuento de hadas, con princesas y príncipes enamorados. No me acerco, pues me han dicho que es un castillo privado y, aunque fuera visitable, son las ocho, y éstas ya no son horas de visita. Enseguida veo indicadores de Port Guéran.

Hacia Port Géran.
Cuando veo esta señal, empiezo a soñar. En ese puerto cenaré, encontraré una cama que, después de esta última noche sandunguera, con lluvia, necesito casi más que el comer. También sueño con un plato de spaghetti boloñesa que me alimente tras el exquisito centollo poco nutritivo del mediodía. Parece el cuento de la lechera y va a tener un final similar. 
 
El camino va alternando zonas de interior y salidas al mar por zonas rocosas. Paso por un precioso bosque con gran arbolado entre el que discurre un buen camino. Después el camino me permite ver el mar. Más rocas y un nuevo cabo con montaña redondeada, hacia donde debo ir. No se ve ninguna traza de puerto. Pasadas las 8:30 horas ya se empiezan a ver en la bahía una cantidad de barcos suficiente como para pensar que el matorral no me deja ver el puerto anunciado, pero que por ahí tiene que estar. No se ve ninguna traza de pueblo. Los barcos están a flote, pero la bahía que viene a continuación, no ofrece más que fango. 
 
Otro dato a favor de que el puerto tiene que estar antes, donde yo pienso. Con esta foto de la bahía finaliza el reportaje fotográfico de hoy.

Port Géran
Me cruzo con un chico. Me dice: “20 minutos para llegar al puerto”. Y acierta.
Llego a un aparcamiento donde hay dos furgonetas y algún coche más aparcados. Bajo a la zona donde están aparcadas las embarcaciones. ¡Qué desilusión! Aquí no hay ni siquiera una casa, ¿cómo voy a encontrar un restaurante ni habitación para dormir? Ni siquiera un hay bar. Una mujer con un enorme perro de lanas negras, me confirma lo que veo. “Aquí no hay nada”, me dice. Por el camino he venido bebiendo el agua fresca que me han dado en el Saint Michel, donde he exprimido como he podido el agua del limón que no he utilizado. No sé si era para echar zumo en el centollo o si era para restregarme las manos para que no me olieran a marisco. En el agua es donde más a gusto me lo bebo. La mujer del perro me dice que está esperando a su marido que está a punto de llegar en su chalupa. Como tiene agua en el coche, me promete que en cuanto llegue el marido me la dará. Ante tal expectativa, termino el agua con limón que me queda en el botellín. Llega el marido a la orilla, pero le entran dudas de si ha cerrado o no el barco, así que retrocede remando. El perro se baña en el mar y temo que al salir se sacuda, como suelen hacer todos los perros, pero éste no lo hace. La señora se ha descalzado y ahora ayuda al marido a sacar la pequeña embarcación del agua. Como ya he dejado las mochilas en el sitio donde he decidido dormir, les ayudo a transportar el barquito. Primero lo llevo de espaldas y luego desde el lateral derecho. La mujer ayuda desde el izquierdo y el marido se pone detrás. Subimos hacia el lugar donde voy a dormir y, al pasar, le digo a él que no me pise la cama. Luego él solo, sin ayuda, lo aparca vertical en su sitio reservado. Cojo el botellín y lo subo al aparcamiento. Me dan el agua, agradezco, nos despedimos y se van. Antes, ella me ha ofrecido llevarme en el coche, pero ¿adónde? En el aparcamiento, cuatro mujeres toman bebidas en sus mesitas. No necesitan hombre. Son autosuficientes. Surfistas cercanas a la cincuentena. Vuelvo abajo y, para las 21:10 horas ya estoy acostado. Llamo a Sagrario al fijo. Nada. Al móvil. Nada. Una voz me dice que la tarjeta está agotada. ¡No puede ser! No han pasado ni 20 y he hecho cuatro llamadas. Duermo sobre la hierba. Me levanto sólo una vez a orinar. Con la humedad, me acuesto con tembleque. Noto una mancha. Un bastón me baila en el ojo. ¿Será desprendimiento de retina?, ¿por el esfuerzo de ir caminando mucho los dos primeros días? Creo que no puede ser. La mujer me ha asegurado que esta noche no va a llover. No consigo ver el cielo en toda la noche.

Balance de la segunda jornada.
Lo más destacado del día ha sido que, aunque breve, al menos me he bañado. He hecho nudismo en dos lugares, uno con baño y otro sin él. El camino entre Cap Fréhel y Fort la Latte, ha sido muy bonito, también los breves encuentros entre Le Lourtuais y la plage d’Or les Pins. Riquísimo el centollo de Le Petit Saint Michel. He llegado a tierra de nadie, pero al menos me han dado agua. Gracias. La costa próxima al Cap Fréhel me ha traído recuerdos del cabo Da Roca portugués.


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