Etapa
03 (360). 16 de junio de 2013, domingo.
Saint Gérau-Plévenon-Fréhel-Matignon-Saint Cast le Guildo-Plage
Pen Guen-Plage le Quatre-Vaux-Notre Dame de Saint Cast le Guildo-Le
Guildo Port (Créhen).
Si
sólo contamos mi recorrido por la Francia Atlántica, esta es mi
etapa 69.
Amanece
en Saint Gérau.
Dos sueños recordados.
A
las 5:30 horas aparece un pescador. Viene en busca de su barca. Sólo
oigo el ruido y el arrastre de la embarcación y al bajar por la
rampa. Probablemente la lleve rodando con las ruedas que algunas
tienen incorporadas bajo la popa. Veo una cabeza que pasa y baja
también hacia el mar. Mi baja posición en la horizontal no me
permite ver el cuerpo que la soporta. He soñado que iba por Alsasua
con el culo al aire. Yo soy joven y voy con otros jóvenes del
pueblo. Estoy con mi primo José Luis en el Mareo, quizás también
esté Gerardo, su hermano, pero llevo pantalón negro corto. ¿Por
qué me decían que iba con el culo al aire? Hasta aquí el sueño.
No necesita mucha interpretación. Yo era muy pudoroso de niño y de
joven, no me podía ver el culo ni mi madre. A veces soñaba un sueño
similar repetitivo y me despertaba con desazón. Sé que a mi primo
José Luis le desagrada que haga nudismo.
Este sueño significa
vuelta a la niñez y superación de aquella niñez tan puritana.
Empecé a perder el pudor cuando empecé a jugar a baloncesto, con
mis amigos y compañeros de equipo, en las duchas y vestuarios. Me
levanto, orino y me acuesto. Me vuelvo a dormir. Vuelvo a
soñar. Estoy en una especie de residencia, con una mujer
problemática. La televisión está muy alta. No encuentro manera de
bajar el volumen y ella se va por la otra puerta. Le invito a
quedarse, pues hay dos camas, pero ella se va. A renglón seguido,
aparece por la otra puerta un montón de gente. Traen ramitas de
flores preciosas para dárselas a ella, pero ya no está. Yo estoy
vestido durante todo el sueño.
Una mujer me da su ramito para que se
lo lleve, junto a los demás, a su habitación. Me despido de todos.
Han sido dos sueños de última hora que, al haberme despertado, los
he podido recordar. Dicen que todos los días soñamos pero que, casi
nunca, nos acordamos de ellos. Hoy, el primer sueño lo he recordado
porque el pescador de la barca me ha despertado mientras soñaba. Del
segundo no sé el motivo me habrá despertado. Son las 7:15 horas
cuando me levanto. ¡Estaba tan cansado tras dormir mal con lluvia en
la playa!
Saco una foto del lugar en que he dormido en la zona de
hierba donde aparcan las pequeñas lanchas y otra hacia el mar con la
rampa de bajada. Ayer la rampa llegaba hasta el agua. Se ve que ahora
la marea está más baja, aunque los barquitos amarrados a las boyas
están a flote. Los lodos aflorados del fondo marino, hoy están más
cerca. En mi mapa aparece una profunda bahía en azul pero, según
veo, debieran haber pintado la mitad en marrón.
Esta es la bahía
que deberé rodear, pero lo haré por interior. Delante de los lodos,
entre ellos y las embarcaciones, está “Le Bouchot des moules”,
especie de palos verticales donde los mejillones se aferran con sus
zarcillos. La rampa es la misma de ayer, por la que subimos el
chinchorro, el matrimonio que me dio el agua y yo. Bajo la rampa, me
asomo al pedregal y, desde allí, saco la tercera foto con el tosco
malecón defensivo que protege el puerto y donde se ve la bocana
hacia el mar.
La cuarta es hacia el interior de la bahía y ofrece
una costa poco apetecible para seguir caminando por allí, pues me
lleva hacia el lodazal. Además prefiero ir por el interior porque,
si no es en Plévenon, podré desayunar en Fréhel. Ya que estoy
abajo, saco la quinta foto hacia el lugar en donde he paso la noche.
Se ve la escalera de acceso, por la que ahora subo y la rampa por la
que he bajado. Arriba los chinchorros aparcados a la espera de sus
pescadores y, más arriba aún, donde están los coches en el
aparcamiento. Vuelvo a mi sitio, cargo con el equipaje y, para las
7:30 horas ya estoy en marcha. He tomado la pastilla y he tenido el
humor de rellenar el pastillero para los días de la próxima semana.
Saliendo
de Port Gérau hacia Plévenon.
Subo
hacia el aparcamiento. Hoy hay cuatro coches, además de las dos
furgonetas de las cuatro mujeres surfistas, cerradas a cal y canto y
con los cubre-parabrisas y las ventanas tapadas. Asciendo la cuesta y
enseguida empiezo a ver casas aisladas. En una de ellas, de la que me
separa un alto matorral, ondea la bandera bretona.
Plévenon.
Entrando
en Plévenon, veo una casa que me agrada. No es exactamente de las
clásicas de estilo bretón, con tejado de paja, pero tiene una
estructura central y una derivación en dos alas muy equilibrada,
cuyo equilibrio se rompe con un edificio bajo auxiliar. Pero lo que
más me llama la atención de esta casa es que su muro de defensa
contra el agresor, contra el hipotético ladrón, es puramente
simbólico. Es fácilmente superable y me da la sensación de que sus
habitantes son confiados y no atienden a los mensajes continuados de
temor, prevención, seguridad, que todos los días nos mandan los
medios de comunicación.
Veo en otro jardín a una mujer que ha
salido de su casa para coger unas flores y hacer un ramillete. Unas
flores son de tonalidades entre rojo y naranja intenso y que combinan
muy bien con otras florecillas lilas. El ramo en un jarrón adornará
por unos días su casa. Me dice que Plévenon está a dos kilómetros
y que tiene café y panadería. Buena noticia. Cuando llego, todavía
no han abierto el Bar-Tabac. En la panadería, la vendedora me dice
que lo abrirán entre 8:15 y 8:30 horas. Ya veo que el sistema va a
ser el habitual en los Tabac y PMU, pero no me arriesgo a comprar la
bollería. Saco una foto de la iglesia antes de desayunar. Sobre las
8:20 aparece el barman y me meto dentro porque fuera hace fresco y
estoy algo destemplado.
Desayuno
en La Madrine.
Mi
madrina es mi tía Isabel, hermana de mi padre. Ya superó los 90
años, una edad a la que ni se acercó mi padrino el tío Pedro,
hermano mayor de mi madre. Todos los hermanos se fueron muriendo por
orden, de mayor a menor. También mi padre murió con 61 y mi madre
con 89 años. Es signo de mi familia que los hombres mueran antes que
las mujeres. Se podría añadir, que no sólo de mi familia. Pero
dejemos la muerte de lado y centrémonos en un desayuno que me va a
permitir continuar en mi viaje, en la vida. Voy a poner todos los
medios para ser la excepción, pero tampoco me importa morir
caminando por las costas europeas. En la boulangerie compro una
trenza de mermelada roja (1,20) y un pan de almendra con chocolate
potente y muy pesado (1,20), y pago 2,40 € y en La Madrine pido un
gran café con leche. Me sacan una jarrita, en la que cabe todo, y me
cobran 2 €. Tras el desayuno orino en el retrete y me lavo. Un
lavado de gato. Regreso a la mesa y retiro los trastos del desayuno y
ocupo toda la mesa para escribir. La novedad de hoy es que puedo
contar los dos sueños últimos, ya que los tengo bastante claros en
mi mente. La mayoría de los clientes se quedan en la terraza, pocos
se acercan a la barra. La mayor afluencia de público sólo entra
para comprar el periódico. Entran, saludan, lo compran y se van.
Casi todos vienen con una cajita de la pastelería. Probablemente
llevan una tarta o pasteles. Dejo de escribir a las 10:15 horas y
vuelvo al retrete. Dos consistentes chorizos, que indican que mi
cuerpo funciona bien, y me quedo como nuevo.
Mientras estoy dentro
del bar, ha empezado a llover, pero me dicen que no va a llover más
hasta mañana. No he estado atento, y se me ha olvidado aprovechar el
desayuno para cargar la batería del móvil. ¡A ver si me acuerdo a
la hora de comer! Son las 10:25 horas cuando salgo hacia Fréhel.
En
el camino a Fréhel. Vacas.
Hay
dos carreteras y elijo la opción mejor, la que me ofrece menos
circulación viaria. Saliendo del pueblo, paso por una granja. Las
vacas están apelotonadas, tras la barrera que les ha puesto el
granjero, deseosas de escapar. En el espacio aledaño se apiñan los
rodillos de hierba seca con que las alimentan. Rodillos amigos que en
alguna ocasión me han servido de cabecero de cama.
Rollos de pienso,
que me llevan a Descartes: “Pienso, luego existo”, y al menos
cartesiano “Siento, luego existo”. Las vacas sienten aunque no
piensen. Avanzo hacia el siguiente edificio y otras vacas están
también prisioneras tras sus barrotes, pero éstos les permiten
sacar la cabeza para arramplar con la hierba distribuida por delante,
en el suelo, y también aprovechan para asomarse a saludar al
caminante. Me agrada verlas asomadas, mirando con sus grandes ojos de
vaca. Con estas dos instantáneas vacunas, que ilustran pero no
vacunan contra nada, me voy alejando de esta granja, sin haber visto
al granjero, ni a otra alma viviente que no sea animal. Siempre que
consideremos que estos animales también tienen alma, además de
darnos alimento, leche y carne, y cuero para cubrirnos y calzarnos.
Fréhel.
Para
las once y cuarto ya estoy entrando en Fréhel. Podría haber llegado
ayer aquí a hora temprana si no hubiera ido hacia el cabo, pero no
me arrepiento pues el recorrido fue muy grato, aunque no así la
noche con que había soñado.
Lo que me ha dicho el chico de La
Madrina se ajusta a la realidad, pues he tardado tres cuartos de hora
para llegar a Fréhel y él me había adelantado que había 4 ½
kilómetros. ¡Perfecto cálculo! Nada más llegar me fijo en un
arríate de plantas en tonalidades ocres que me gustan como adorno
casi natural. No habría estado mal que hubieran puesto plantas
aromáticas. Aunque, probablemente, habrían sido diezmadas por los
vecinos para condimentos caseros. Me acerco a la iglesia y saco foto
de la fachada. En el reloj del campanario son las 11:25 horas. La
puerta principal está cerrada y no puedo entrar para visitarla.
Un
hombre fuma en la puerta del ayuntamiento y me dice que hay diez
kilómetros para llegar a Matignon. Este hombre parece no saber que
Fumar es malo para la “santé”, la salud. Retrocedo para
continuar por donde él me dice. Me dice que sólo hay una carretera
y no tengo alternativa con menor circulación. Ondean tres banderas
tricolor en el Ayuntamiento, además de una bretona y otra local.
Por
carretera hacia Matignon.
Esta
carretera no tiene arcén, así que debo ir con cierto cuidado.
Cuando pueden, los conductores se apartan. Cuando no pueden se
arriman y, si lo hacen, me meto en la hierba paralela a la calzada de
asfalto. Como a ratos llovizna, acabo guardando la visera y
poniéndome el gorro de lluvia que llevaba en el bolsillo exterior de
la mochila, muy a mano.
La carretera se acerca a la costa. A ambos
lados de la cuesta hay casas construidas. En una anuncian Brocante y
en otra fachada, Bouquinerie que, al saber que se trata de una
librería, interpreto como un anglicismo procedente de “book”
(inerie). Estamos en Port à Duc, donde se ofrece degustación de
ostras. Saco foto hacia la bocana de la costa en que estaba el puerto
Gérau, don dormí anoche. A esta zona creo que la llaman Le Clapet.
Con marea baja sigue siendo una costa repleta de limo. En el inicio,
desemboca el río Frémur, que se abre paso hacia el mar por entre un
terreno que es mezcla de duna y arrastre de residuos, donde la
vegetación los ha ido consolidando.
Dejo a derecha una carretera que
lleva a Pléboulle, pues no me interesa perder la posibilidad de
comer en Matignon. Más adelante, y antes de terminar la bahía por
donde continúo por carretera, veo un nuevo regato que apenas lleva
agua hacia el mar. En esta segunda foto ya se aprecian más los
residuos y sedimentos que aporta el río Frémur. También, al fondo
a la derecha, se puede adivinar más que ver, el lugar donde he
dormido esta noche.
El último cabo oculta el Fort la Latte. La
carretera se aleja de la costa y asciende. En un prado muy poblado de
grandes margaritas, ya se ve Matignon a lo lejos. Como casi siempre,
destaca el campanario de la iglesia, aunque mi atención se centra
más en las margaritas que se me ofrecen en primer término. Va a dar
la una cuando ya estoy entrando en la ciudad.
Matignon.
L’Angelot.
Ya
llevo un rato sin ver el mar y no lo volveré a ver hasta bien
avanzada la tarde. ¡Veremos! Ya en Matignon, me acerco a la iglesia
para fotografiarla. No tengo seguridad de que he llegado a este
pueblo, hasta que lo leo al entrar. Efectivamente, se trata de
Matignon. Según estoy llegando al pie de la iglesia, el reloj da la
una. Llego a un restaurante que, como hoy es domingo, no ofrecen la
Formule du midí y la carta me parece cara. El segundo sitio, me
cuesta encontrar.
Pregunto a un barrigudo por algún sitio barato y
me responde: “barato no hay nada, la vida es cara”. Me voy sin
orientación y encuentro un lugar que oferta menú por 15,50 €.
Entro y me encuentro allí al barrigudo. Se escusa diciéndome que no
es de este lugar y que está buscando lo mismo que yo. Está tomando
el aperitivo en la barra del bar, son tres mujeres y tres hombres.
Una de ellas ríe como si fuese una gallina clueca. Tardan en
abandonar la zona de bar. Orino nada más llegar y me levanto de
donde voy a comer para aclarar algo relativo a la carta. Pregunto si
el queso que va en la ensalada es de cabra o no. Así que completo la
ensalada con una crepe de postre que es de sidra. Riego la comida con
un pichet de sidra de 4 €, así que todo me sale por 20,50 € que
pago con Visa. Pido agua y escribo. Si por la mañana no me he
acordado, ahora se me vuelve a olvidar cargar el móvil. Acabo de
escribir el diario hacia las 14:30 horas. No me saben decir si el
angelote que ilustra la tarjeta de visita es de Murillo o de la
Escuela Italiana. Me dicen que Ángela es el nombre de la mujer del
dueño. Lo tendré que mirar en Internet en Irun, al regreso. El
camarero que sirve las comidas, desde la barra del bar, está muy
atento a los platos que van saliendo de la cocina y se da buena maña
para atender bien y puntual a todos. No da tiempo a que se enfríe la
comida. Me pregunta cómo se llama el circuito de carreras de motos
que se celebra en Barcelona y, por mucho que me estrujo la sesera, no
logro acordarme. Sólo me sale Cheste, pero creo que es en Valencia.
Cuando esté saliendo del pueblo me vendrá el nombre: Mont Meló.
Arranco por carretera y, en seguida, encuentro anuncio de pista
cyclable y me voy por ella.
Hacia
Saint-Cast-le-Guildo.
Ayer
coincidí y hoy, también por carretera, con varios grupos de
moteros. La pregunta del camarero me hace pensar que por aquí cerca
también se esté celebrando alguna competición de motos. Busco la
pista para los ciclistas y veo por la acera del otro lado a dos
adolescentes, preciosa edad para estar en Babia y no enterarse del
mundo, y les pregunto por la pista cyclable. “No sabemos nada”,
es su respuesta, y siguen soñadoras. Me sorprende que, aunque no
sean expertas ciclistas, rueden por la acera y no usen la pista. Les
adelanto y luego me vuelven a pasar.
Cuando están ascendiendo, veo
el indicador, pero para cuando les quiero decir algo, ya se han
metido en un bosque y circulan entre árboles y arbustos. Así que
cojo la pista desde su inicio a la salida de Matignon y me llevará
hasta Saint-Cast-le-Guildo. Como muestra saco una foto de la
magnífica pista para bicicletas que no es de asfalto sino de tierra
y de la que se va a provechar el caminante para ir a pie. Tardaré
aproximadamente una hora desde que he salido de l’Angelot.
Saint-Cast-le-Guildo.
Es
un largo municipio y me costará llegar y salir de él. Me meto en el
pueblo y saco foto de la iglesia. Es un gran edificio con un
campanario altísimo y que luego veré desde la playa destacando en
el conjunto paisajístico de la ciudad. Sólo una instantánea y ni
me molesto en rodearla ni en tratar de visitarla. Camino de la playa,
llego a un edificio singular.
Una gran mansión que me parece de
estilo impropio del lugar y que lo asocio a construcciones británicas
o a cualquier castillo del conde Drácula en Pensilvania. Es sobria
pero algo tétrica. Pudo ser en tiempos pasados un edificio civil,
por ejemplo, un hospital, pero son ganas de elucubrar sin mayor
fundamentación.
Playa
de Saint-Cast-le-Guildo.
Pronto
llego a la gran playa de la ciudad. Una chica es la primera que me da
la pista para poder continuar hacia Saint-Jacut-de-la-Mer. Debo
continuar hacia el final de la larguísima playa y luego ascender por
la montaña del fondo.
Desde la llegada al paseo marítimo compruebo
que el recorrido va a ser largo. En medio de la playa hay un dique de
cemento, que parece más un emisario de detritus, quizá sólo de
aguas pluviales, pero no es lo suficientemente largo como para que
dichas aguas lleguen al mar. Desde ese punto saco una foto hacia el
norte, hacia el puerto donde también, por las lomas y en la base, se
ve el desarrollo de una parte de la ciudad.
Sin moverme del lugar,
saco otra foto hacia el lado Sur para así obtener la gran dimensión
de esta playa. Ya veo al fondo la loma que deberé subir si quiero
continuar por la costa. Para concretar la situación en que me
encuentro, ya no me queda otra que fotografiar la parte de la ciudad
que está frontal al mar y saco la zona donde está la iglesia en
toda su majestuosidad. Una gran extensión deportiva y de arbolado me
separan ya de ella.
Parece que las fotos muestran quietud,
estabilidad, pero el caminante sigue avanzando. Camino por el paseo
marítimo y, en la parte final de la playa, encuentro a un grupo de
niños y jóvenes que han colocado unas redes para jugar algunos
partidos de voleibol. Algunos papás les ayudan, contemplan y
vigilan… todo con mucho amor parental. En la montaña asoma la
capilla a la que llegaré en unos momentos. En realidad no es ninguna
capilla, aunque de lejos lo parece. Por el paseo, una pareja me va
orientando. Un hombre me dice que me meta entre las casas para poder
coger el Gr-34.
Pero continúo por el paseo marítimo porque veo a
una pareja andarina, que va a buena marcha, e intuyo que ellos van a
ser los que me van a dar la mejor solución. En el momento en que les
estoy dando alcance, aparecen unas toilettes y el hombre se mete a
orinar y ella continúa. Allí mismo veo el indicador rojo y blanco
del GR, e interpreto que voy bien. Sigo tras ella y, cuando llego al
final del paseo, aparece un indicador disuasorio, que me dice que por
allí no debo continuar. Ni me he enterado de que en algún sitio me
indicaran por dónde tomar el camino correcto. Son cosas que pasan.
La pareja andarina que también llega a donde estoy yo me dice que
ellos no continúan y que se quedan en esta parte final de la playa.
Una vez que estoy allí, no veo más que dos alternativas. Una es
bajar a la playa con ellos, y que descarto pues no sé si voy a poder
doblar el cabo, y otra es ascender por un sendero estrecho y
empinado.
Encrucijada
al final de la Plage de Saint Cast.
Debiera
haber intuido que ese caminito no podía ser el adecuado nada más
verlo, pero trepo y me encuentro contra doble valla. Unos postes que
soportan una red metálica y un entramado de madera en zigzag, me
impiden continuar, pues he llegado a una propiedad privada. Privada
para disfrute de sus propietarios y que me priva de la posibilidad de
continuar. Un sendero aledaño a la valla, con muy poco espacio, me
permite sacar una foto que ilustra este desencuentro. Siguiendo hacia
arriba, no doy con ningún camino y no me queda otro remedio que
retroceder. El descenso de la cuesta resulta más peliagudo que la
subida. Retrocedo hasta los retretes donde se había detenido la
pareja que caminaba por delante y es entonces cuando veo la señal
que indicaba que por ahí tenía que doblar para encontrar el GR-34.
El sendero pasa por entre las toilettes y una casa.
Monumento
a María.
Es
éste nuevo camino el que me llevará hacia la loma, hasta la imagen
de la virgen que campea sobre una especie de altar que, sin ser la
capilla que me había parecido desde abajo, si puede servir para
celebraciones multitudinarias al aire libre y para alguna misa de
campaña. El lugar es un bonito y estratégico mirador. En un podio,
al pie de la imagen, hay un grupo de caminantes con los que hablo.
Han salido temprano y están a punto de terminar el recorrido del
día. Son las cuatro y cuarto. Los coches les esperan en
Saint-Cast-le-Guildo. Desde esta atalaya puedo sacar casi al completo
la playa que acabo de dejar atrás. Avanzo por esta plataforma
dedicada a la virgen María y ya puedo ver la bahía que va hacia
Saint-Jacut-de-la-Mer, a donde no llegaré hasta mañana. Al ser
nombre tan largo, no acabo de ver claro en mi mapa dónde está
exactamente su posición. Mañana lo veré mejor cuando pase por
allí. Ya se ve el brazo de tierra que avanza hacia el mar y el cabo
correspondiente. También otra playa inmensa, tan grande o mayor que
la anterior. Pero a esa playa, que veo tan relativamente cerca, la
separa de donde estoy yo un gran brazo de mar que, en realidad es la
desembocadura del río Arguenon. Tardaré en llegar. Será mañana
por la mañana cuando lo logre.
La
Plage de Pen-Guen.
(Unos
lo pronuncian Penguen y otros Pengüen así que no sé a qué carta
quedarme. Probablemente ese Guen pueda ser escrito como Gwenole o
Gwendoline). De todos a los que pregunto, sólo uno me sabe decir qué
significa: Cabeza blanca. Bajo desde la atalaya de la Virgen hacia la
nueva gran playa que veo. Se trata de la de Pen-Guen. Es tan larga
como la anterior.
En el camino me encuentro con un palmito florido y
no me resisto a dejar sin fotografiar su preciosa flor blanca que me
trae al recuerdo la imagen de la cristalización de la lluvia en
forma de nieve. Aquella filigrana gélida es minimalista y ésta es
vegetal y mucho más visible. También me recuerda a una explosión
de fuegos de artificio. Llego a la playa de Pen-Guen. Hablo con una
pareja que está sentada en el paseo marítimo. Me descalzo y voy
caminando por la orilla. Otra pareja camina en la misma dirección, y
hablamos. El marido muestra interés en lo que cuento de mi
recorrido. Parece que no tiene buena la visión y va muy amarradito a
su esposa.
Camino un rato en solitario y, saliendo de la playa, me
encuentro con una pareja joven. Él, muy atento, me dice por donde
debo coger el “sentier douanier” (desde el año pasado no había
vuelto a oír mencionar ese nombre. Parece que aquí coincide con el
GR-34). El chico me ha dicho que el “sentier” va por detrás de
una casa. Una pareja me orienta hacia la mejor manera de atravesar la
duna sin dañarla.
Ha sido el lugar idóneo para salir al camino.
Por
el estuario del río Arguenon.
Asciendo
una loma y me encuentro con un sembrado de gramínea. No sabría
decir si es trigo, cebada, avena o colza, pero lo que más me
sorprende y gratamente, es cómo se distribuye por el la colonia de
amapolas. Pasada la loma, vuelvo a salir a la costa. Empiezo a estar
en lugar similar al de ayer, cuando fui dejando atrás el Fort la
Latte.
Quizás la razón de la similitud es que en ambas costas
desemboca un río. Si el de ayer fue el Frémur, hoy le toca a
Arguenon que, teniendo un embalse intermedio, me parece más
caudaloso. En ambos casos se forma un gran entrante de mar. Ayer
comprobé que no habría puente alguno para pasar al otro lado, pero
hoy espero que lo haya y no demasiado tarde. Empiezo a estar ya algo
cansado.
Mejilloneras.
Plage de Les Quatre Vaux.
Ya
en el acantilado y con el mar a la vista, empiezo a ver al fondo una
ciudad que ocupa todo el brazo de tierra que sale hacia el mar. Hasta
mañana no sabré, aunque lo intuyo, que se trata de
Saint-Jacut-de-la-Mer. En el agua se ve elementos dispuestos
geométricamente que ya, con mi experiencia, podría asegurar que son
criaderos de mejillones. Los iré viendo a todo lo largo del
estuario. El camino es tan magnífico como el de ayer tarde. El
acantilado deja caer rocas hacia la playa y, en algunos casos permite
ver pequeños reductos de arena.
Como en la primera foto, en esta veo
de más cerca los lugares sumergidos bajo el agua donde se cultivan
los “moules”, sus mejillones. Normalmente éstos son más
pequeños que los que se cultivan en Galicia y el Delta del Ebro. Los
franceses consideran los suyos más finos, pero a mi me parecen los
grandes más sabrosos. Para gustos se hacen colores y sabores.
Tampoco me gusta que los condimenten con nata, ya que desvirtúan su
rico sabor a mar, pero no me importa que al agua de la cocción le
incluyan vino blanco o sidra bretona.
Así llego a una playa algo
mayor que, en la marea que está bajando, ya afloran a la superficie
las mejilloneras. Se ven series de filas de estacas enclavadas en el
fondo de arena. En la lejanía no logro ver nada que se parezca a un
mejillón. No sé si ésta es época de que los haya. Luego saldré
de dudas. Llego a un lugar en que la superficie de arena es más
amplia. Probablemente, si hubiera llegado aquí con marea alta, todo
estaría cubierto de agua, pero así se ve que hay pequeños
riachuelos que horadan la superficie de arena y que buscan el mar.
Este espacio da idea de que el caminante debe buscarse la vida por el
interior. Bajar a una playa de estas características no me seduce.
Es de esta forma que llego a un lugar de aparcamiento de barcos. Lo
normal es decir, al hablar de barcos, un lugar de amarre, o de
atraque, pero no tengo inconveniente en decir lugar de aparcar
barcos, ya que es la primera vez que veo barcos de este tamaño con
ruedas. Las había visto en Port Gérau, y en otros lugares, en
pequeñas embarcaciones y en chinchorros para arrastre manual, pero
estos son enormes como para poder ser arrastrados, incluso por
marineros avezados y pescadores fornidos.
Tras sacar foto del lugar,
sigo adelante. Es cuando veo que viene de la orilla otro de estos
barcos anfibios rodando por la arena. Ciertamente, el que viene es de
los pequeños. Estoy en la playa de Les Quatre Vaux, probablemente se
traduzca por Los Cuatro Valles. A la vez que llego yo, aparece un
matrimonio alemán con un hijo adulto al que parece que le falta un
hervor, pero que está filmando un reportaje con cámara potente.
Nos
paramos a estudiar un mapa allí enclavado y aprovecho para decirles
el significado de Pen-Guen. El entrante de mar se va estrechando.
Aparecen nuevas playas con rocas.
Setas
y hongos.
De
la tierra, en el boscaje, afloran muchos “gibelurdinak” de
sombrero morado. Así las llamamos en el País Vasco. “Gibel” es
hígado, y “urdina” (suena urdiña) significa azul. Hígado azul
sería la traducción literal. No cojo ninguna. ¡Para qué! Si no
las voy a poder cocinar. Allí se quedan, para el autóctono o para
el veraneante con derecho a cocina. Veo uno hermosísimo que me
tienta, y otros arrancados por inexpertos, rotos y tirados sobre la
hierba y el musgo.
Pero cuando encuentro un hongo, no resisto a la
tentación y me lo llevo. Trataré de que alguien me lo condimente y
cocine. Sin acabar de salir del entorno de Quatre Vaux, veo venir de
las mejilloneras, que cada vez afloran más a la superficie, en la
medida en que la marea sigue bajando, un barco anfibio de los
grandes, que viene rodando por la arena a gran velocidad y se dirige
hacia el lugar donde están aparcados los otros. Ahora ya tengo más
clara su función en esta industria de la Mitilicultura.
Notre-Dame-du-Guildo.
Pertenece
a la Commune de Saint-Cast. Pregunto a una parejita, pero son
ingleses y no saben decirme dónde está Saint-Jacut-de-la-Mer. Habrá
que perdonarles su ignorancia, similar a la mía. Yo también me
perdono. Cada vez es más evidente que es el pueblo que está al otro
lado de la ría.
El camino continúa perfecto y llego a las primeras
casas que ya pertenecen a Notre-Dame-du-Guildo. El camino va paralelo
al río Arguenon y en el espacio intermedio veo gran variedad de
flores: digital, lirios, margaritas… y mi hongo, que he tenido que
dejar en el suelo para sacar la foto.
El camino ofrece escalones
ascendentes y descendentes y en un lugar, donde también hay muchas
margaritas, han colocado las traviesas en sentido contrario, tras dos
escalones, puesto que el terreno se estaba hundiendo y como una forma
de estabilizarlo y evitar peligros a los caminantes. Empiezo a oír
ruido de motores de coches, lo que me hace pensar que estoy cerca de
una carretera.
Un holandés va a sacar la basura. Colaboro con él y
le levanto la tapa del contenedor. Me indica el lugar por el que
puedo acceder a la carretera para pasar el puente. Llego a un cruce
de carreteras donde se anuncia Notre-Dame. A este punto hubiera
podido llegar hace mucho tiempo, si hubiera venido directamente de
Matignon, del Angelote, donde he comido. Pero, si lo hubiese hecho
así, me habría perdido el precioso paseo de la costa y el río.
Estoy en el Port du Guildo. Pregunto a una pareja que lee dentro de
un coche y me aseguran que pasando el puente encontraré un hotel
barato. Unos 35-40 €. Pertenece ya a Créhen. Ya estoy viendo el
puente por el que tengo que pasar sobre el río Arguenon.
Créhen.
Le Port-du-Guildo.
Hotel Le Vieux Château.
Llego
al Hotel-bar-restaurante, El Castillo viejo. Pregunto precio y me
dicen 35 por la habitación y 5 por el desayuno. Si quiero cenar,
pagaré según lo que coma. Las habitaciones están más adelante, en
otro edificio al otro lado de la carretera, subiendo una pequeña
cuesta. Como les digo que voy a cenar luego, les enseño el hongo y
les pregunto si me lo podrían cocinar en tortilla. Me dicen que sí,
así que les digo que lo traeré limpio y rebanado cuando baje a
cenar. ¡Ya me estoy relamiendo! Me dicen que los clientes prefieren
dormir en edificio alejado del restaurante porque de esa forma no
huelen los aromas de la cocina. Un chico me acompaña, abre la
habitación y me da las llaves. La cama es grande y la habitación
suficiente para lo que yo necesito. Lavo camiseta y calzoncillo. Me
ducho con agua caliente y acabo con fría.
Sólo hago uso de la
toalla grande para secarme. Es de color naranja, algo inhabitual en
los hoteles, pues suelen ser blancas. En la barra de la ducha, tiendo
la toalla, para que se seque y cuelgo dos perchas de plástico con la
camiseta y el calzoncillo. He tenido que deshacer la mochila para
hurgar en busca de la otra camiseta y el otro calzoncillo. Con mi
navaja, limpio de impurezas, raíces y tierra, el hongo y lo rebano
al completo, tanto el tallo como el sombrero. El Tuperware azul me
viene bien para transportarlo. Ha sido un acierto traer el “tuper”
y la navaja. Antes de venir la llevé a afilar a Colmenero, en la
Parte Vieja donostiarra. Corta muy bien y he podido hacer un trabajo
de gourmet con mi hongo. A las 20:10 horas, bajo a cenar.
Cena
en Le Vieux Chateau.
Entro
en el comedor, donde cenan seis comensales, tres en una mesa y otros
tres en otra. Se ve que es hotel de tríos, donde yo seré la
excepción. Luego viene un padre con quien pienso es su hijo. Juan,
un empleado mexicano me ayuda a elegir el menú. Le pido que la sopa
sea más ligera de lo que acostumbran a servir los franceses. Me
vendrá igual de espesa, pero acompaña una jarra de agua caliente.
¡Genial! Luego veré que la sopa está tan caliente que añadirle
más agua caliente no ayuda para que me la pueda comer, así que le
añadiré agua de la garrafa. Esta sopa aguada va a ser más de mi
gusto que las que he podido comer en otros lugares. El recipiente es
grande y lo permite. Los panes fritos se me quedan blandurrios, pero
me los como a gusto. Primero he comido a palo seco el queso rallado.
La crema picante la pruebo, pero ahí se queda.
He pedido mejillones
al vapor, sin aditamentos, ni patatas y la tortilla de dos huevos con
mi hongo. A la mujer que me ha tomado nota de la comanda le ha
parecido mucho para cenar, pero ella no sabe todo lo que he caminado
hoy. Aunque Fréhel-Matignon-Créhen, no sea mucho si lo hacemos por
carretera. Los mejillones han sido los más pequeños que he comido
en mi vida. Nunca me los habían servido tan enanos, pero están
ricos. Me los voy dosificando echando con el cazo al plato, de forma
que se conserven calientes en la cacerola. La tortilla está
exquisita, ¡lo mejor! El hongo, está menos hecho de lo que yo
acostumbro, pero así mantiene todo su sabor y su aroma. Lástima que
el ajo me lo han sacado crudo, sin dorar un poco en la sartén. Aún
así, me lo como con la tortilla. Acompaña la cena un pichet de vino
blanco. De postre pido dos bolas de helado, una de pistacho y la otra
de alguna fruta exótica.
El mantel de papel que me han puesto ofrece
fotos de la zona. Recorto lo que está más al alcance de mi viaje:
La Abbaye de Beauport, donde dormí el pasado verano y le Château du
Guildo, que tengo a tiro de piedra, a 400 metros del hotel, y por
donde pasaré mañana. Al salir pago la cuenta 63,10 € con Visa.
(35+5+22,80+0,30) Lo último es la tasa. La carta Visa va bien.
Empiezo a contar a la mujer lo que me pasó en Guérande con la Visa,
pero nos entendemos mal porque ella tiene que atender a los otros
clientes y a la cocina. Se lo acabo contando a Juan, el mexicano.
También lo hago rápido pues también tiene que trabajar. Lo hago en
francés, pues también escucha otro. Él también tuvo problemas en
la Isla de Reunión y acabó con una infección que afectó a sus
piernas. Acabado el affaire del hotel de Guérande, vuelvo a la
habitación.
Anochecer
en Créhen.
Vuelvo
a la habitación 109. Llamo a Josu y le digo dónde estoy y que creo
que mañana llegaré a Dinard. No tengo ganas de escribir, ya lo haré
mañana. Me acuesto desnudo y, aunque se oyen los coches cuando pasan
por la carretera, me duermo en seguida. Durante la noche, me viene
una arcada, probablemente porque he cenado demasiado y me he metido
tan rápido a la cama. Me levanto a orinar y beber agua. No tendré
más problemas en toda la noche. No vuelvo a orinar hasta la seis de
la mañana. Y me vuelvo a acostar. La batería del móvil se me ha
cargado mientras cenaba, y terminado de cargar después de la llamada
a mi yerno.
Balance
de la última jornada completa en Côtes d’Armor.
Mañana
dormiré en Ille-et-Vilaine. Hoy también es el primer día que
duermo en cama, tras las dos primeras noches a la intemperie. Lo más
bonito del día ha sido el paseo de la tarde desde que he salido a la
costa en Saint-Cast-le-Guildo. Interesante la experiencia del sistema
de Mitilicultura, la palabreja que emplean los franceses relativa a
la recogida de mejillones. La sorpresa del hongo recogido y que me
han cocinado en El Viejo Castillo. Hoy había comido bien en el
Angelot de Matignon, pero la cena ha sido mejor y más completa. He
dormido bien y los encuentros han sido correctos pero sin ninguno
excepcional, quizás podría destacar el del mexicano Juan.
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