jueves, 5 de mayo de 2016

Etapa 03 (360) Saint Gérau-Créhen.


Etapa 03 (360). 16 de junio de 2013, domingo.
Saint Gérau-Plévenon-Fréhel-Matignon-Saint Cast le Guildo-Plage Pen Guen-Plage le Quatre-Vaux-Notre Dame de Saint Cast le Guildo-Le Guildo Port (Créhen).

Si sólo contamos mi recorrido por la Francia Atlántica, esta es mi etapa 69.

Amanece en Saint Gérau. 
Dos sueños recordados.
A las 5:30 horas aparece un pescador. Viene en busca de su barca. Sólo oigo el ruido y el arrastre de la embarcación y al bajar por la rampa. Probablemente la lleve rodando con las ruedas que algunas tienen incorporadas bajo la popa. Veo una cabeza que pasa y baja también hacia el mar. Mi baja posición en la horizontal no me permite ver el cuerpo que la soporta. He soñado que iba por Alsasua con el culo al aire. Yo soy joven y voy con otros jóvenes del pueblo. Estoy con mi primo José Luis en el Mareo, quizás también esté Gerardo, su hermano, pero llevo pantalón negro corto. ¿Por qué me decían que iba con el culo al aire? Hasta aquí el sueño. No necesita mucha interpretación. Yo era muy pudoroso de niño y de joven, no me podía ver el culo ni mi madre. A veces soñaba un sueño similar repetitivo y me despertaba con desazón. Sé que a mi primo José Luis le desagrada que haga nudismo. 
 
Este sueño significa vuelta a la niñez y superación de aquella niñez tan puritana. Empecé a perder el pudor cuando empecé a jugar a baloncesto, con mis amigos y compañeros de equipo, en las duchas y vestuarios. Me levanto, orino y me acuesto. Me vuelvo a dormir. Vuelvo a soñar. Estoy en una especie de residencia, con una mujer problemática. La televisión está muy alta. No encuentro manera de bajar el volumen y ella se va por la otra puerta. Le invito a quedarse, pues hay dos camas, pero ella se va. A renglón seguido, aparece por la otra puerta un montón de gente. Traen ramitas de flores preciosas para dárselas a ella, pero ya no está. Yo estoy vestido durante todo el sueño. 
 
Una mujer me da su ramito para que se lo lleve, junto a los demás, a su habitación. Me despido de todos. Han sido dos sueños de última hora que, al haberme despertado, los he podido recordar. Dicen que todos los días soñamos pero que, casi nunca, nos acordamos de ellos. Hoy, el primer sueño lo he recordado porque el pescador de la barca me ha despertado mientras soñaba. Del segundo no sé el motivo me habrá despertado. Son las 7:15 horas cuando me levanto. ¡Estaba tan cansado tras dormir mal con lluvia en la playa! 
 
Saco una foto del lugar en que he dormido en la zona de hierba donde aparcan las pequeñas lanchas y otra hacia el mar con la rampa de bajada. Ayer la rampa llegaba hasta el agua. Se ve que ahora la marea está más baja, aunque los barquitos amarrados a las boyas están a flote. Los lodos aflorados del fondo marino, hoy están más cerca. En mi mapa aparece una profunda bahía en azul pero, según veo, debieran haber pintado la mitad en marrón. 
 
Esta es la bahía que deberé rodear, pero lo haré por interior. Delante de los lodos, entre ellos y las embarcaciones, está “Le Bouchot des moules”, especie de palos verticales donde los mejillones se aferran con sus zarcillos. La rampa es la misma de ayer, por la que subimos el chinchorro, el matrimonio que me dio el agua y yo. Bajo la rampa, me asomo al pedregal y, desde allí, saco la tercera foto con el tosco malecón defensivo que protege el puerto y donde se ve la bocana hacia el mar. 

La cuarta es hacia el interior de la bahía y ofrece una costa poco apetecible para seguir caminando por allí, pues me lleva hacia el lodazal. Además prefiero ir por el interior porque, si no es en Plévenon, podré desayunar en Fréhel. Ya que estoy abajo, saco la quinta foto hacia el lugar en donde he paso la noche. Se ve la escalera de acceso, por la que ahora subo y la rampa por la que he bajado. Arriba los chinchorros aparcados a la espera de sus pescadores y, más arriba aún, donde están los coches en el aparcamiento. Vuelvo a mi sitio, cargo con el equipaje y, para las 7:30 horas ya estoy en marcha. He tomado la pastilla y he tenido el humor de rellenar el pastillero para los días de la próxima semana.

Saliendo de Port Gérau hacia Plévenon.
Subo hacia el aparcamiento. Hoy hay cuatro coches, además de las dos furgonetas de las cuatro mujeres surfistas, cerradas a cal y canto y con los cubre-parabrisas y las ventanas tapadas. Asciendo la cuesta y enseguida empiezo a ver casas aisladas. En una de ellas, de la que me separa un alto matorral, ondea la bandera bretona.

Plévenon.
Entrando en Plévenon, veo una casa que me agrada. No es exactamente de las clásicas de estilo bretón, con tejado de paja, pero tiene una estructura central y una derivación en dos alas muy equilibrada, cuyo equilibrio se rompe con un edificio bajo auxiliar. Pero lo que más me llama la atención de esta casa es que su muro de defensa contra el agresor, contra el hipotético ladrón, es puramente simbólico. Es fácilmente superable y me da la sensación de que sus habitantes son confiados y no atienden a los mensajes continuados de temor, prevención, seguridad, que todos los días nos mandan los medios de comunicación. 
 
Veo en otro jardín a una mujer que ha salido de su casa para coger unas flores y hacer un ramillete. Unas flores son de tonalidades entre rojo y naranja intenso y que combinan muy bien con otras florecillas lilas. El ramo en un jarrón adornará por unos días su casa. Me dice que Plévenon está a dos kilómetros y que tiene café y panadería. Buena noticia. Cuando llego, todavía no han abierto el Bar-Tabac. En la panadería, la vendedora me dice que lo abrirán entre 8:15 y 8:30 horas. Ya veo que el sistema va a ser el habitual en los Tabac y PMU, pero no me arriesgo a comprar la bollería. Saco una foto de la iglesia antes de desayunar. Sobre las 8:20 aparece el barman y me meto dentro porque fuera hace fresco y estoy algo destemplado.

Desayuno en La Madrine.
Mi madrina es mi tía Isabel, hermana de mi padre. Ya superó los 90 años, una edad a la que ni se acercó mi padrino el tío Pedro, hermano mayor de mi madre. Todos los hermanos se fueron muriendo por orden, de mayor a menor. También mi padre murió con 61 y mi madre con 89 años. Es signo de mi familia que los hombres mueran antes que las mujeres. Se podría añadir, que no sólo de mi familia. Pero dejemos la muerte de lado y centrémonos en un desayuno que me va a permitir continuar en mi viaje, en la vida. Voy a poner todos los medios para ser la excepción, pero tampoco me importa morir caminando por las costas europeas. En la boulangerie compro una trenza de mermelada roja (1,20) y un pan de almendra con chocolate potente y muy pesado (1,20), y pago 2,40 € y en La Madrine pido un gran café con leche. Me sacan una jarrita, en la que cabe todo, y me cobran 2 €. Tras el desayuno orino en el retrete y me lavo. Un lavado de gato. Regreso a la mesa y retiro los trastos del desayuno y ocupo toda la mesa para escribir. La novedad de hoy es que puedo contar los dos sueños últimos, ya que los tengo bastante claros en mi mente. La mayoría de los clientes se quedan en la terraza, pocos se acercan a la barra. La mayor afluencia de público sólo entra para comprar el periódico. Entran, saludan, lo compran y se van. Casi todos vienen con una cajita de la pastelería. Probablemente llevan una tarta o pasteles. Dejo de escribir a las 10:15 horas y vuelvo al retrete. Dos consistentes chorizos, que indican que mi cuerpo funciona bien, y me quedo como nuevo. 

Mientras estoy dentro del bar, ha empezado a llover, pero me dicen que no va a llover más hasta mañana. No he estado atento, y se me ha olvidado aprovechar el desayuno para cargar la batería del móvil. ¡A ver si me acuerdo a la hora de comer! Son las 10:25 horas cuando salgo hacia Fréhel.

En el camino a Fréhel. Vacas.
Hay dos carreteras y elijo la opción mejor, la que me ofrece menos circulación viaria. Saliendo del pueblo, paso por una granja. Las vacas están apelotonadas, tras la barrera que les ha puesto el granjero, deseosas de escapar. En el espacio aledaño se apiñan los rodillos de hierba seca con que las alimentan. Rodillos amigos que en alguna ocasión me han servido de cabecero de cama. 
 
Rollos de pienso, que me llevan a Descartes: “Pienso, luego existo”, y al menos cartesiano “Siento, luego existo”. Las vacas sienten aunque no piensen. Avanzo hacia el siguiente edificio y otras vacas están también prisioneras tras sus barrotes, pero éstos les permiten sacar la cabeza para arramplar con la hierba distribuida por delante, en el suelo, y también aprovechan para asomarse a saludar al caminante. Me agrada verlas asomadas, mirando con sus grandes ojos de vaca. Con estas dos instantáneas vacunas, que ilustran pero no vacunan contra nada, me voy alejando de esta granja, sin haber visto al granjero, ni a otra alma viviente que no sea animal. Siempre que consideremos que estos animales también tienen alma, además de darnos alimento, leche y carne, y cuero para cubrirnos y calzarnos.

Fréhel.
Para las once y cuarto ya estoy entrando en Fréhel. Podría haber llegado ayer aquí a hora temprana si no hubiera ido hacia el cabo, pero no me arrepiento pues el recorrido fue muy grato, aunque no así la noche con que había soñado. 

 


Lo que me ha dicho el chico de La Madrina se ajusta a la realidad, pues he tardado tres cuartos de hora para llegar a Fréhel y él me había adelantado que había 4 ½ kilómetros. ¡Perfecto cálculo! Nada más llegar me fijo en un arríate de plantas en tonalidades ocres que me gustan como adorno casi natural. No habría estado mal que hubieran puesto plantas aromáticas. Aunque, probablemente, habrían sido diezmadas por los vecinos para condimentos caseros. Me acerco a la iglesia y saco foto de la fachada. En el reloj del campanario son las 11:25 horas. La puerta principal está cerrada y no puedo entrar para visitarla. 
 
 
Un hombre fuma en la puerta del ayuntamiento y me dice que hay diez kilómetros para llegar a Matignon. Este hombre parece no saber que Fumar es malo para la “santé”, la salud. Retrocedo para continuar por donde él me dice. Me dice que sólo hay una carretera y no tengo alternativa con menor circulación. Ondean tres banderas tricolor en el Ayuntamiento, además de una bretona y otra local.

 
Por carretera hacia Matignon.
Esta carretera no tiene arcén, así que debo ir con cierto cuidado. Cuando pueden, los conductores se apartan. Cuando no pueden se arriman y, si lo hacen, me meto en la hierba paralela a la calzada de asfalto. Como a ratos llovizna, acabo guardando la visera y poniéndome el gorro de lluvia que llevaba en el bolsillo exterior de la mochila, muy a mano. 
 
La carretera se acerca a la costa. A ambos lados de la cuesta hay casas construidas. En una anuncian Brocante y en otra fachada, Bouquinerie que, al saber que se trata de una librería, interpreto como un anglicismo procedente de “book” (inerie). Estamos en Port à Duc, donde se ofrece degustación de ostras. Saco foto hacia la bocana de la costa en que estaba el puerto Gérau, don dormí anoche. A esta zona creo que la llaman Le Clapet. Con marea baja sigue siendo una costa repleta de limo. En el inicio, desemboca el río Frémur, que se abre paso hacia el mar por entre un terreno que es mezcla de duna y arrastre de residuos, donde la vegetación los ha ido consolidando. 
 
Dejo a derecha una carretera que lleva a Pléboulle, pues no me interesa perder la posibilidad de comer en Matignon. Más adelante, y antes de terminar la bahía por donde continúo por carretera, veo un nuevo regato que apenas lleva agua hacia el mar. En esta segunda foto ya se aprecian más los residuos y sedimentos que aporta el río Frémur. También, al fondo a la derecha, se puede adivinar más que ver, el lugar donde he dormido esta noche. 





El último cabo oculta el Fort la Latte. La carretera se aleja de la costa y asciende. En un prado muy poblado de grandes margaritas, ya se ve Matignon a lo lejos. Como casi siempre, destaca el campanario de la iglesia, aunque mi atención se centra más en las margaritas que se me ofrecen en primer término. Va a dar la una cuando ya estoy entrando en la ciudad.


 

Matignon. L’Angelot.
Ya llevo un rato sin ver el mar y no lo volveré a ver hasta bien avanzada la tarde. ¡Veremos! Ya en Matignon, me acerco a la iglesia para fotografiarla. No tengo seguridad de que he llegado a este pueblo, hasta que lo leo al entrar. Efectivamente, se trata de Matignon. Según estoy llegando al pie de la iglesia, el reloj da la una. Llego a un restaurante que, como hoy es domingo, no ofrecen la Formule du midí y la carta me parece cara. El segundo sitio, me cuesta encontrar. 
 
Pregunto a un barrigudo por algún sitio barato y me responde: “barato no hay nada, la vida es cara”. Me voy sin orientación y encuentro un lugar que oferta menú por 15,50 €. Entro y me encuentro allí al barrigudo. Se escusa diciéndome que no es de este lugar y que está buscando lo mismo que yo. Está tomando el aperitivo en la barra del bar, son tres mujeres y tres hombres. Una de ellas ríe como si fuese una gallina clueca. Tardan en abandonar la zona de bar. Orino nada más llegar y me levanto de donde voy a comer para aclarar algo relativo a la carta. Pregunto si el queso que va en la ensalada es de cabra o no. Así que completo la ensalada con una crepe de postre que es de sidra. Riego la comida con un pichet de sidra de 4 €, así que todo me sale por 20,50 € que pago con Visa. Pido agua y escribo. Si por la mañana no me he acordado, ahora se me vuelve a olvidar cargar el móvil. Acabo de escribir el diario hacia las 14:30 horas. No me saben decir si el angelote que ilustra la tarjeta de visita es de Murillo o de la Escuela Italiana. Me dicen que Ángela es el nombre de la mujer del dueño. Lo tendré que mirar en Internet en Irun, al regreso. El camarero que sirve las comidas, desde la barra del bar, está muy atento a los platos que van saliendo de la cocina y se da buena maña para atender bien y puntual a todos. No da tiempo a que se enfríe la comida. Me pregunta cómo se llama el circuito de carreras de motos que se celebra en Barcelona y, por mucho que me estrujo la sesera, no logro acordarme. Sólo me sale Cheste, pero creo que es en Valencia. Cuando esté saliendo del pueblo me vendrá el nombre: Mont Meló. Arranco por carretera y, en seguida, encuentro anuncio de pista cyclable y me voy por ella.

Hacia Saint-Cast-le-Guildo.
Ayer coincidí y hoy, también por carretera, con varios grupos de moteros. La pregunta del camarero me hace pensar que por aquí cerca también se esté celebrando alguna competición de motos. Busco la pista para los ciclistas y veo por la acera del otro lado a dos adolescentes, preciosa edad para estar en Babia y no enterarse del mundo, y les pregunto por la pista cyclable. “No sabemos nada”, es su respuesta, y siguen soñadoras. Me sorprende que, aunque no sean expertas ciclistas, rueden por la acera y no usen la pista. Les adelanto y luego me vuelven a pasar. 
 
Cuando están ascendiendo, veo el indicador, pero para cuando les quiero decir algo, ya se han metido en un bosque y circulan entre árboles y arbustos. Así que cojo la pista desde su inicio a la salida de Matignon y me llevará hasta Saint-Cast-le-Guildo. Como muestra saco una foto de la magnífica pista para bicicletas que no es de asfalto sino de tierra y de la que se va a provechar el caminante para ir a pie. Tardaré aproximadamente una hora desde que he salido de l’Angelot.

Saint-Cast-le-Guildo.
Es un largo municipio y me costará llegar y salir de él. Me meto en el pueblo y saco foto de la iglesia. Es un gran edificio con un campanario altísimo y que luego veré desde la playa destacando en el conjunto paisajístico de la ciudad. Sólo una instantánea y ni me molesto en rodearla ni en tratar de visitarla. Camino de la playa, llego a un edificio singular. 
 
Una gran mansión que me parece de estilo impropio del lugar y que lo asocio a construcciones británicas o a cualquier castillo del conde Drácula en Pensilvania. Es sobria pero algo tétrica. Pudo ser en tiempos pasados un edificio civil, por ejemplo, un hospital, pero son ganas de elucubrar sin mayor fundamentación.

Playa de Saint-Cast-le-Guildo.
Pronto llego a la gran playa de la ciudad. Una chica es la primera que me da la pista para poder continuar hacia Saint-Jacut-de-la-Mer. Debo continuar hacia el final de la larguísima playa y luego ascender por la montaña del fondo. 

Desde la llegada al paseo marítimo compruebo que el recorrido va a ser largo. En medio de la playa hay un dique de cemento, que parece más un emisario de detritus, quizá sólo de aguas pluviales, pero no es lo suficientemente largo como para que dichas aguas lleguen al mar. Desde ese punto saco una foto hacia el norte, hacia el puerto donde también, por las lomas y en la base, se ve el desarrollo de una parte de la ciudad. 
 
Sin moverme del lugar, saco otra foto hacia el lado Sur para así obtener la gran dimensión de esta playa. Ya veo al fondo la loma que deberé subir si quiero continuar por la costa. Para concretar la situación en que me encuentro, ya no me queda otra que fotografiar la parte de la ciudad que está frontal al mar y saco la zona donde está la iglesia en toda su majestuosidad. Una gran extensión deportiva y de arbolado me separan ya de ella. 

 
Parece que las fotos muestran quietud, estabilidad, pero el caminante sigue avanzando. Camino por el paseo marítimo y, en la parte final de la playa, encuentro a un grupo de niños y jóvenes que han colocado unas redes para jugar algunos partidos de voleibol. Algunos papás les ayudan, contemplan y vigilan… todo con mucho amor parental. En la montaña asoma la capilla a la que llegaré en unos momentos. En realidad no es ninguna capilla, aunque de lejos lo parece. Por el paseo, una pareja me va orientando. Un hombre me dice que me meta entre las casas para poder coger el Gr-34. 

Pero continúo por el paseo marítimo porque veo a una pareja andarina, que va a buena marcha, e intuyo que ellos van a ser los que me van a dar la mejor solución. En el momento en que les estoy dando alcance, aparecen unas toilettes y el hombre se mete a orinar y ella continúa. Allí mismo veo el indicador rojo y blanco del GR, e interpreto que voy bien. Sigo tras ella y, cuando llego al final del paseo, aparece un indicador disuasorio, que me dice que por allí no debo continuar. Ni me he enterado de que en algún sitio me indicaran por dónde tomar el camino correcto. Son cosas que pasan. La pareja andarina que también llega a donde estoy yo me dice que ellos no continúan y que se quedan en esta parte final de la playa. Una vez que estoy allí, no veo más que dos alternativas. Una es bajar a la playa con ellos, y que descarto pues no sé si voy a poder doblar el cabo, y otra es ascender por un sendero estrecho y empinado.

Encrucijada al final de la Plage de Saint Cast.
Debiera haber intuido que ese caminito no podía ser el adecuado nada más verlo, pero trepo y me encuentro contra doble valla. Unos postes que soportan una red metálica y un entramado de madera en zigzag, me impiden continuar, pues he llegado a una propiedad privada. Privada para disfrute de sus propietarios y que me priva de la posibilidad de continuar. Un sendero aledaño a la valla, con muy poco espacio, me permite sacar una foto que ilustra este desencuentro. Siguiendo hacia arriba, no doy con ningún camino y no me queda otro remedio que retroceder. El descenso de la cuesta resulta más peliagudo que la subida. Retrocedo hasta los retretes donde se había detenido la pareja que caminaba por delante y es entonces cuando veo la señal que indicaba que por ahí tenía que doblar para encontrar el GR-34. El sendero pasa por entre las toilettes y una casa.
Monumento a María.
Es éste nuevo camino el que me llevará hacia la loma, hasta la imagen de la virgen que campea sobre una especie de altar que, sin ser la capilla que me había parecido desde abajo, si puede servir para celebraciones multitudinarias al aire libre y para alguna misa de campaña. El lugar es un bonito y estratégico mirador. En un podio, al pie de la imagen, hay un grupo de caminantes con los que hablo. 
 
Han salido temprano y están a punto de terminar el recorrido del día. Son las cuatro y cuarto. Los coches les esperan en Saint-Cast-le-Guildo. Desde esta atalaya puedo sacar casi al completo la playa que acabo de dejar atrás. Avanzo por esta plataforma dedicada a la virgen María y ya puedo ver la bahía que va hacia Saint-Jacut-de-la-Mer, a donde no llegaré hasta mañana. Al ser nombre tan largo, no acabo de ver claro en mi mapa dónde está exactamente su posición. Mañana lo veré mejor cuando pase por allí. Ya se ve el brazo de tierra que avanza hacia el mar y el cabo correspondiente. También otra playa inmensa, tan grande o mayor que la anterior. Pero a esa playa, que veo tan relativamente cerca, la separa de donde estoy yo un gran brazo de mar que, en realidad es la desembocadura del río Arguenon. Tardaré en llegar. Será mañana por la mañana cuando lo logre.

La Plage de Pen-Guen.
(Unos lo pronuncian Penguen y otros Pengüen así que no sé a qué carta quedarme. Probablemente ese Guen pueda ser escrito como Gwenole o Gwendoline). De todos a los que pregunto, sólo uno me sabe decir qué significa: Cabeza blanca. Bajo desde la atalaya de la Virgen hacia la nueva gran playa que veo. Se trata de la de Pen-Guen. Es tan larga como la anterior. 
 
En el camino me encuentro con un palmito florido y no me resisto a dejar sin fotografiar su preciosa flor blanca que me trae al recuerdo la imagen de la cristalización de la lluvia en forma de nieve. Aquella filigrana gélida es minimalista y ésta es vegetal y mucho más visible. También me recuerda a una explosión de fuegos de artificio. Llego a la playa de Pen-Guen. Hablo con una pareja que está sentada en el paseo marítimo. Me descalzo y voy caminando por la orilla. Otra pareja camina en la misma dirección, y hablamos. El marido muestra interés en lo que cuento de mi recorrido. Parece que no tiene buena la visión y va muy amarradito a su esposa.
 
Camino un rato en solitario y, saliendo de la playa, me encuentro con una pareja joven. Él, muy atento, me dice por donde debo coger el “sentier douanier” (desde el año pasado no había vuelto a oír mencionar ese nombre. Parece que aquí coincide con el GR-34). El chico me ha dicho que el “sentier” va por detrás de una casa. Una pareja me orienta hacia la mejor manera de atravesar la duna sin dañarla. 

Ha sido el lugar idóneo para salir al camino.

Por el estuario del río Arguenon.
Asciendo una loma y me encuentro con un sembrado de gramínea. No sabría decir si es trigo, cebada, avena o colza, pero lo que más me sorprende y gratamente, es cómo se distribuye por el la colonia de amapolas. Pasada la loma, vuelvo a salir a la costa. Empiezo a estar en lugar similar al de ayer, cuando fui dejando atrás el Fort la Latte. 
 
Quizás la razón de la similitud es que en ambas costas desemboca un río. Si el de ayer fue el Frémur, hoy le toca a Arguenon que, teniendo un embalse intermedio, me parece más caudaloso. En ambos casos se forma un gran entrante de mar. Ayer comprobé que no habría puente alguno para pasar al otro lado, pero hoy espero que lo haya y no demasiado tarde. Empiezo a estar ya algo cansado.


Mejilloneras. Plage de Les Quatre Vaux.
Ya en el acantilado y con el mar a la vista, empiezo a ver al fondo una ciudad que ocupa todo el brazo de tierra que sale hacia el mar. Hasta mañana no sabré, aunque lo intuyo, que se trata de Saint-Jacut-de-la-Mer. En el agua se ve elementos dispuestos geométricamente que ya, con mi experiencia, podría asegurar que son criaderos de mejillones. Los iré viendo a todo lo largo del estuario. El camino es tan magnífico como el de ayer tarde. El acantilado deja caer rocas hacia la playa y, en algunos casos permite ver pequeños reductos de arena. 
 
Como en la primera foto, en esta veo de más cerca los lugares sumergidos bajo el agua donde se cultivan los “moules”, sus mejillones. Normalmente éstos son más pequeños que los que se cultivan en Galicia y el Delta del Ebro. Los franceses consideran los suyos más finos, pero a mi me parecen los grandes más sabrosos. Para gustos se hacen colores y sabores. Tampoco me gusta que los condimenten con nata, ya que desvirtúan su rico sabor a mar, pero no me importa que al agua de la cocción le incluyan vino blanco o sidra bretona. 
 
Así llego a una playa algo mayor que, en la marea que está bajando, ya afloran a la superficie las mejilloneras. Se ven series de filas de estacas enclavadas en el fondo de arena. En la lejanía no logro ver nada que se parezca a un mejillón. No sé si ésta es época de que los haya. Luego saldré de dudas. Llego a un lugar en que la superficie de arena es más amplia. Probablemente, si hubiera llegado aquí con marea alta, todo estaría cubierto de agua, pero así se ve que hay pequeños riachuelos que horadan la superficie de arena y que buscan el mar. Este espacio da idea de que el caminante debe buscarse la vida por el interior. Bajar a una playa de estas características no me seduce. 
 
Es de esta forma que llego a un lugar de aparcamiento de barcos. Lo normal es decir, al hablar de barcos, un lugar de amarre, o de atraque, pero no tengo inconveniente en decir lugar de aparcar barcos, ya que es la primera vez que veo barcos de este tamaño con ruedas. Las había visto en Port Gérau, y en otros lugares, en pequeñas embarcaciones y en chinchorros para arrastre manual, pero estos son enormes como para poder ser arrastrados, incluso por marineros avezados y pescadores fornidos. 
 
Tras sacar foto del lugar, sigo adelante. Es cuando veo que viene de la orilla otro de estos barcos anfibios rodando por la arena. Ciertamente, el que viene es de los pequeños. Estoy en la playa de Les Quatre Vaux, probablemente se traduzca por Los Cuatro Valles. A la vez que llego yo, aparece un matrimonio alemán con un hijo adulto al que parece que le falta un hervor, pero que está filmando un reportaje con cámara potente. 
 

Nos paramos a estudiar un mapa allí enclavado y aprovecho para decirles el significado de Pen-Guen. El entrante de mar se va estrechando. Aparecen nuevas playas con rocas.

Setas y hongos.
De la tierra, en el boscaje, afloran muchos “gibelurdinak” de sombrero morado. Así las llamamos en el País Vasco. “Gibel” es hígado, y “urdina” (suena urdiña) significa azul. Hígado azul sería la traducción literal. No cojo ninguna. ¡Para qué! Si no las voy a poder cocinar. Allí se quedan, para el autóctono o para el veraneante con derecho a cocina. Veo uno hermosísimo que me tienta, y otros arrancados por inexpertos, rotos y tirados sobre la hierba y el musgo. 
 
Pero cuando encuentro un hongo, no resisto a la tentación y me lo llevo. Trataré de que alguien me lo condimente y cocine. Sin acabar de salir del entorno de Quatre Vaux, veo venir de las mejilloneras, que cada vez afloran más a la superficie, en la medida en que la marea sigue bajando, un barco anfibio de los grandes, que viene rodando por la arena a gran velocidad y se dirige hacia el lugar donde están aparcados los otros. Ahora ya tengo más clara su función en esta industria de la Mitilicultura.

Notre-Dame-du-Guildo.
Pertenece a la Commune de Saint-Cast. Pregunto a una parejita, pero son ingleses y no saben decirme dónde está Saint-Jacut-de-la-Mer. Habrá que perdonarles su ignorancia, similar a la mía. Yo también me perdono. Cada vez es más evidente que es el pueblo que está al otro lado de la ría. 
 
El camino continúa perfecto y llego a las primeras casas que ya pertenecen a Notre-Dame-du-Guildo. El camino va paralelo al río Arguenon y en el espacio intermedio veo gran variedad de flores: digital, lirios, margaritas… y mi hongo, que he tenido que dejar en el suelo para sacar la foto. 

 




El camino ofrece escalones ascendentes y descendentes y en un lugar, donde también hay muchas margaritas, han colocado las traviesas en sentido contrario, tras dos escalones, puesto que el terreno se estaba hundiendo y como una forma de estabilizarlo y evitar peligros a los caminantes. Empiezo a oír ruido de motores de coches, lo que me hace pensar que estoy cerca de una carretera. 

Un holandés va a sacar la basura. Colaboro con él y le levanto la tapa del contenedor. Me indica el lugar por el que puedo acceder a la carretera para pasar el puente. Llego a un cruce de carreteras donde se anuncia Notre-Dame. A este punto hubiera podido llegar hace mucho tiempo, si hubiera venido directamente de Matignon, del Angelote, donde he comido. Pero, si lo hubiese hecho así, me habría perdido el precioso paseo de la costa y el río. Estoy en el Port du Guildo. Pregunto a una pareja que lee dentro de un coche y me aseguran que pasando el puente encontraré un hotel barato. Unos 35-40 €. Pertenece ya a Créhen. Ya estoy viendo el puente por el que tengo que pasar sobre el río Arguenon.

Créhen. Le Port-du-Guildo. 
Hotel Le Vieux Château.
Llego al Hotel-bar-restaurante, El Castillo viejo. Pregunto precio y me dicen 35 por la habitación y 5 por el desayuno. Si quiero cenar, pagaré según lo que coma. Las habitaciones están más adelante, en otro edificio al otro lado de la carretera, subiendo una pequeña cuesta. Como les digo que voy a cenar luego, les enseño el hongo y les pregunto si me lo podrían cocinar en tortilla. Me dicen que sí, así que les digo que lo traeré limpio y rebanado cuando baje a cenar. ¡Ya me estoy relamiendo! Me dicen que los clientes prefieren dormir en edificio alejado del restaurante porque de esa forma no huelen los aromas de la cocina. Un chico me acompaña, abre la habitación y me da las llaves. La cama es grande y la habitación suficiente para lo que yo necesito. Lavo camiseta y calzoncillo. Me ducho con agua caliente y acabo con fría. 

Sólo hago uso de la toalla grande para secarme. Es de color naranja, algo inhabitual en los hoteles, pues suelen ser blancas. En la barra de la ducha, tiendo la toalla, para que se seque y cuelgo dos perchas de plástico con la camiseta y el calzoncillo. He tenido que deshacer la mochila para hurgar en busca de la otra camiseta y el otro calzoncillo. Con mi navaja, limpio de impurezas, raíces y tierra, el hongo y lo rebano al completo, tanto el tallo como el sombrero. El Tuperware azul me viene bien para transportarlo. Ha sido un acierto traer el “tuper” y la navaja. Antes de venir la llevé a afilar a Colmenero, en la Parte Vieja donostiarra. Corta muy bien y he podido hacer un trabajo de gourmet con mi hongo. A las 20:10 horas, bajo a cenar.

Cena en Le Vieux Chateau.
Entro en el comedor, donde cenan seis comensales, tres en una mesa y otros tres en otra. Se ve que es hotel de tríos, donde yo seré la excepción. Luego viene un padre con quien pienso es su hijo. Juan, un empleado mexicano me ayuda a elegir el menú. Le pido que la sopa sea más ligera de lo que acostumbran a servir los franceses. Me vendrá igual de espesa, pero acompaña una jarra de agua caliente. ¡Genial! Luego veré que la sopa está tan caliente que añadirle más agua caliente no ayuda para que me la pueda comer, así que le añadiré agua de la garrafa. Esta sopa aguada va a ser más de mi gusto que las que he podido comer en otros lugares. El recipiente es grande y lo permite. Los panes fritos se me quedan blandurrios, pero me los como a gusto. Primero he comido a palo seco el queso rallado. La crema picante la pruebo, pero ahí se queda. 
 
He pedido mejillones al vapor, sin aditamentos, ni patatas y la tortilla de dos huevos con mi hongo. A la mujer que me ha tomado nota de la comanda le ha parecido mucho para cenar, pero ella no sabe todo lo que he caminado hoy. Aunque Fréhel-Matignon-Créhen, no sea mucho si lo hacemos por carretera. Los mejillones han sido los más pequeños que he comido en mi vida. Nunca me los habían servido tan enanos, pero están ricos. Me los voy dosificando echando con el cazo al plato, de forma que se conserven calientes en la cacerola. La tortilla está exquisita, ¡lo mejor! El hongo, está menos hecho de lo que yo acostumbro, pero así mantiene todo su sabor y su aroma. Lástima que el ajo me lo han sacado crudo, sin dorar un poco en la sartén. Aún así, me lo como con la tortilla. Acompaña la cena un pichet de vino blanco. De postre pido dos bolas de helado, una de pistacho y la otra de alguna fruta exótica. 
 
El mantel de papel que me han puesto ofrece fotos de la zona. Recorto lo que está más al alcance de mi viaje: La Abbaye de Beauport, donde dormí el pasado verano y le Château du Guildo, que tengo a tiro de piedra, a 400 metros del hotel, y por donde pasaré mañana. Al salir pago la cuenta 63,10 € con Visa. (35+5+22,80+0,30) Lo último es la tasa. La carta Visa va bien. Empiezo a contar a la mujer lo que me pasó en Guérande con la Visa, pero nos entendemos mal porque ella tiene que atender a los otros clientes y a la cocina. Se lo acabo contando a Juan, el mexicano. También lo hago rápido pues también tiene que trabajar. Lo hago en francés, pues también escucha otro. Él también tuvo problemas en la Isla de Reunión y acabó con una infección que afectó a sus piernas. Acabado el affaire del hotel de Guérande, vuelvo a la habitación.

Anochecer en Créhen.
Vuelvo a la habitación 109. Llamo a Josu y le digo dónde estoy y que creo que mañana llegaré a Dinard. No tengo ganas de escribir, ya lo haré mañana. Me acuesto desnudo y, aunque se oyen los coches cuando pasan por la carretera, me duermo en seguida. Durante la noche, me viene una arcada, probablemente porque he cenado demasiado y me he metido tan rápido a la cama. Me levanto a orinar y beber agua. No tendré más problemas en toda la noche. No vuelvo a orinar hasta la seis de la mañana. Y me vuelvo a acostar. La batería del móvil se me ha cargado mientras cenaba, y terminado de cargar después de la llamada a mi yerno.

Balance de la última jornada completa en Côtes d’Armor.
Mañana dormiré en Ille-et-Vilaine. Hoy también es el primer día que duermo en cama, tras las dos primeras noches a la intemperie. Lo más bonito del día ha sido el paseo de la tarde desde que he salido a la costa en Saint-Cast-le-Guildo. Interesante la experiencia del sistema de Mitilicultura, la palabreja que emplean los franceses relativa a la recogida de mejillones. La sorpresa del hongo recogido y que me han cocinado en El Viejo Castillo. Hoy había comido bien en el Angelot de Matignon, pero la cena ha sido mejor y más completa. He dormido bien y los encuentros han sido correctos pero sin ninguno excepcional, quizás podría destacar el del mexicano Juan.

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