lunes, 23 de mayo de 2016

Etapa 08 (365) Genêts-Granville


Etapa 08 (365). 21 de junio de 2013, viernes.
Genêts-Saint Jean le Thomas-Carolles-Jullouville-Saint Pair sur Mer-Granville.


Hoy es día de la música y solsticio de verano. Voy a tener una preocupación adicional que resolveré adecuadamente, la recarga de mi móvil. Etapa francesa nº 74

Amanecer en Genêts.
Me despierto a las seis y media, pero me levanto a las siete. Dejando correr el agua del grifo, orino en el lavabo. Escribo el diario. Cuando van a dar las ocho, recibo mensaje al móvil de que me quedan dos horas para recargar o, si no, perderé el número. Me dice que debo hacer la recarga en un Tabac. Bajo a desayunar y la nueva recepcionista me ayuda a interpretar el mensaje. La de ayer también está para ayudar. Lo que yo había entendido como dos horas, son dos días, y me dice que en Genêts no hay Tabac. Más tranquilo con este margen, desayuno. La gran sorpresa es que también está desayunando aquí la alemana de Mont-Saint-Michel. “Vine en autobús”, me dice. Está también la noruega, que habla inglés y la familia alemana con hija joven, que sólo habla alemán. Como él sabe francés, tenemos un poco de margen para comunicarnos. A la noruega le hablo de Henrik Ibsen, de Grieg y de Peer Gynt. Hago un desayuno muy completo: dos zumos, 4 rebanadas de pan con mantequilla y mermelada, cinco pedacitos de quesos de clases variadas, y me siento frente a la noruega. La leche que ofrecen es fría y la mujer de ayer me la calienta en el microondas. Subo a la habitación y cago de nuevo. Todo bien y el ano parece que está algo mejor, ya no me escuece. Se ve que me ha ido bien el aloe-vera y esta noche habrá que repetir la operación. 
 
Escribo y cuando estoy en ello, llama a la puerta la recepcionista de ayer para que le dé las sábanas. Deshago la cama y se las doy. Ya estoy listo para partir. Doblo la manta y bajo para devolver la llave. Busco un plástico para cubrir el nuevo mapa, pero no tienen. Me apaño con un trozo que encuentro, pero no va bien. A falta de otra cosa, me tendré que arreglar con él.




Genêts. Iglesia del s. XV.
Salgo del albergue en dirección a la iglesia. Está construida sobre los cimientos de otra del s. XI. Esta iglesia es diferente a las que había visto hasta ahora por Bretaña. Saco foto del exterior con su pequeño atrio de acceso. Quizás sea ese atrio lo que más me gusta de su fachada. Por otro lado es una iglesia descuidada exteriormente. Un musgo amarillento le cubre las lajas de pizarra de la cubierta, como al olmo seco machadiano la corteza. Otra razón más para que me guste. Penetro en su interior por el atrio mencionado y dejando la puerta entreabierta. 

Me voy hacia el fondo de la nave para sacar una foto de conjunto. La nave central y única, ofrece el lado del atrio casi exento de imágenes, mientras en el izquierdo no hay ningún vano entre ventanas que no la tenga. A pesar de la luz tempranera que ya está entrando, mi cámara no capta bien el altar y, a pesar de mi acercamiento, lo único que sale bastante nítido es la vidriera del fondo, quizás lo más meritorio y bien conservado. Un poco más adelantados que el altar mayor, se ofrecen dos altares laterales que podrían servir para que tres sacerdotes, sin concelebrar, hicieran sus misas al unísono, lo cual tendría poco sentido y distraería a los feligreses hasta el infinito… 
 
aunque es al infinito, a la vida perdurable, a donde los practicantes de las religiones pretenden llegar. No deben saber que cielo e infierno están en la tierra. Tras dos instantáneas de acercamiento al altar, para tratar de penetrar en el misterio, salgo de nuevo a la calle. Genêts está despertando a las diez de la mañana. Entro a una tienda, pero no venden plásticos. Tienen embalaje para tirar. Cartón y plástico. De entre los desperdicios retiro un trozo de plástico flexible que, a falta de algo mejor, me servirá para proteger el mapa. Con el tema resuelto a medias, voy a ver al señor que me ayudó ayer antes de la lluvia. Voy hacia su casa, pero me lo encuentro en la calle, pues viene de comprar el pan. Le doy las gracias. En el reloj del campanario de la iglesia suenan las diez campanadas.

Despedida de Genêts.
En un jardín de casa privada, se me presenta un guindo repleto de sus frutillas bicolores. Van del rosa al amarillo, y no me estoy refiriendo a aquella película de Summers que fue un hito en su época, antes de La niña de luto. Es difícil encontrar alguna guinda que esté roja, así que me abstengo de probarlas. Lo podría haber hecho, ya que salen del jardín privado como una ofrenda al caminante. Pero debo continuar, no puedo esperar estático a que maduren. 

 


Aunque en esta ocasión no es comestible, ni lo será, otro árbol me obsequia con la belleza de su copa florida, repleta de florecillas blancas. Es un bonito regalo visual, que de imágenes también se alimenta el que camina. 
 


Ya casi en las afueras de Genêt, coincidiendo con una tapia protectora que, junto a un conjunto arbolado, defiende una propiedad, vienen cuatro jinetes que, a excepción del último, sonríen al fotógrafo imprevisto. La tercera es mujer. Aquí, como en el alarde de Irun que se celebrará en unos días, la mujer es el elemento humano que aporta la belleza y a la que hay que proteger, llevándola en el medio. Me río yo mismo de las bobadas sin consistencia que digo. Por apurar la foto, corto la oreja derecha al primer caballo que, en propiedad, quizás debiera decir que es yegua. A ninguno de los cuatro les veo la matrícula para confirmarlo. Llego a un lugar en que la carretera que va hacia Jullouville en que se me ofrece otra de orden menor que me va a llevar hacia Bec d’Audaine, lugar en donde recuperaré la imagen del Mont-Saint-Michel.

Bec d’Audaine. Grupo escolar.
El lugar así llamado está catalogado como “site”, palabra que sirve para indicar cualquier emplazamiento histórico, geográfico, o arqueológico pero que, en esta ocasión, define un paraje natural. A la vez que llego al lugar, lo hace un grupo de escolares adolescentes. Como no he anotado el nombre del lugar al entrar, pregunto a una chica y le pido que me lo escriba. Casualidad, esta joven tiene lesionada la muñeca y pide a una compañera que lo haga. Escribe Bec d’Audaine y agradezco. 

Hacia la orilla, aunque decir orilla es mucho inventar pues el mar está muy lejos, ya había llegado antes otro grupo con sus profesores. Saco foto a los dos grupos pero la razón principal es la de recoger en la imagen también, de nuevo, a la montaña mágica en la que estuve ayer, el Mont-Saint-Michel. Echando una línea recta de allí a este Bec protegido, se ve que he avanzado poco y eso que ayer tarde recibí mucha ayuda para llegar al albergue. También hay un islote y hacia él veo que va por la arena otro grupo. Me pregunto: ¿Se atreverán a ir caminando desde este Bec d’Audaire hasta Mont-Saint-Michel? Esta duda no tendrá respuesta, pues la pregunta me la voy haciendo cuando ya he abandonado a los grupos y ya no tengo a quien preguntar. Les vuelvo a fotografiar desde el sendero que va por la duna baja consolidada, casi próxima a la playa. 
 
Tan próxima que hay tramos en que el sendero desaparece comido por el tiempo y las adversidades climatológicas. Lo vamos a ver un poco más adelante. Lo que si puedo apreciar es que estos últimos grupos parece que se han afincado en la arena y que no tienen ninguna intención de ir hasta la montaña que, desde este lugar parece un imán atractivo, pero que a ellos no les atrae. Sus polos se repelen y se mantienen a distancia. La isla que veo es la misma que pude apreciar desde las terrazas de Mont-Saint-Michel. Para muestra de lo endeble del sendero que comentaba, saco otra foto que lo ilustre. La “falaise” baja, el acantilado, se desmorona. Debo ir muy atento al dar las pisadas, si no quiero que el pie izquierdo se me deslice hacia la playa. No la vayamos a fastidiar. Hoy ha sido un día en que me he levantado con el pie derecho, pie que el pasado verano ya quedó restablecido después de los diez días de antibiótico tras la consulta médica en urgencias del Hospital de Douarnenez. Al igual que el caminante en este magnífico viaje, hoy el sendero va muy vulnerable.
GR-223.
En un momento determinado, ante camino tan poco seguro, aparece la señal de Interdit (Prohibido). Pero yo consigo mantenerme por encima de la duna. Así evito tener que bajar a la playa y tener que caminar por la arena seca, donde los pies se hunden y el paso resulta el doble de cansino. Por primera vez voy a ver en pocos minutos el número del Grand Randonnée. Si el GR-34 ya quedó abandonado al finalizar Ille et Vilaine, en Bretaña, ahora se me ofrece con este número, el GR-223. Como todos estos caminos marcados para senderismo, o marcha, éste también va señalizado con las dos rayas, blanca la de arriba y roja la de abajo. Pero la primera que encuentro, ¡mejor si no la hubiera encontrado!, me lleva a error. Está enclavada en un poste que me confunde. Es como una invitación a pasar por un hueco abierto obtusamente en una alambrada. Me cabreo porque está mal para el paso de una persona sin equipaje pero, con las mochilas, es imposible pasar por él angosto espacio. Tras quitar un tablón obstructivo y descargar las mochilas, lo paso con ellas por el aire, elevando los brazos. Voy con cuidado para que el alambre de espino no me rasgue el plástico protector de lluvia de la mochila. Ya estoy en el prado. 
 
Un sendero me marca la dirección. He visto de lejos y antes de entrar a un grupo en el prado. Ahora me acerco a ellos. Se trata de unos jóvenes con deficiencia mental que van acompañados de dos o tres monitores. Hay veces que, a primera vista, no sabes quién es el monitor, quién el deficiente. Me pasó el pasado año en el albergue de Morlais con el grupo de belgas flamencos. Uno de los monitores, que me recuerda a Luisma, un compañero de Gureak, no sabe castellano y en francés nos comunicamos mal. No saco nada en claro y no puedo enterarme de si voy bien por ese camino, ni de dónde vienen ellos. Ellos van hacia la entrada difícil y me gustaría saber cómo salen, tras las dificultades que yo he encontrado. A lo mejor tienen alternativa mejor, pero no voy a retroceder cuando lo que quiero es seguir el camino. Eso pienso. La realidad va a ser bien distinta. Me voy a encontrar en un recinto, totalmente cercado, imposible de salir. Tras intentar pasar por abajo y por arriba, acabo tomando la decisión de volver al punto de partida. Una foto de la alambrada que no me deja continuar, y regreso. Lo más curioso es que en el poste más alto, aparece la señalización de senderismo, blanca y roja. También un travesaño inclinado, una cadena, que me hace pensar que por aquí hubo alguna vez un paso que escalaba la alambrada.  

Pienso que el dueño de este prado cercado se cansó de que pasaran caminantes por su propiedad e inutilizó los accesos. Por eso estaba tan mal la entrada. Todo son conjeturas, pues nadie me va a dar una explicación, ni razonable, ni irracional. Vuelvo al punto de partida. No me ha supuesto más que un cuarto de hora volver a donde estaba en el exterior del prado vallado. Suelen decir que “después de visto, todo el mundo es listo”, al igual que se dice “la experiencia es madre de la ciencia”. Ahora interpreto la señal de otra forma. No está doblada, como para entrar por ahí, sino que indica que el senderista debe seguir adelante. Una chapa por encima, aunque rota, indica “sentier littoral”, sendero litoral. 

Busco, pero no encuentro a nadie del grupo que he visto antes en el prado. El camino me vuelve a llevar hacia la playa. Cuando estoy llegando al lugar en que he tenido que echar marcha atrás en el prado cercado, saco una foto para recuerdo de las vicisitudes. Pero este camino no me lleva hacia el poste pintado con señal de GR. Me quejo y un hombre defiende a los ganaderos. 
 
Yo critico la inadecuada colocación de la señal, que me ha llevado a confusión. Habría sido inequívoca con que hubiese estado colocada un poco más adelante.

Camino farragoso: 
playa, duna, camino de caballos.
El sendero se ha ido perdiendo. Ya no sé si voy bien. En un cruce de senderos, me tropiezo con un alambre que está tenso en el suelo. Pareciera que lo han puesto a propósito, a mala leche. Doy un traspié pero no caigo de milagro. El camino entre juncos me va mojando las piernas. Están todavía húmedos de la lluvia de ayer y, quizás, del rocío de la mañana. Resulta grato mojarse. Voy tratando de buscar el mejor camino posible, pero las alternativas son poco halagüeñas. 
 
No quiero ir por la arena seca de la playa para evitar cansarme en exceso. Tampoco por la alternativa que se me ofrece que es el camino para jinetes y caballos. Por él, los pies se hunden tanto o más. Hay muchas pisadas de humanos y de cascos de caballos. Un caballo baja de un arco de arbustos. Su jinete lo lleva al paso, pero lo hace trotar y galopar. Intento ir por la duna, aún a riesgo de dañar las plantas y es igual de difícil para caminar. Acabo bajando a la zona húmeda de la playa y, sin descalzarme, camino por entre los guijarros. Es por donde mejor voy y ya veo al fondo algo que interpreto puede ser Saint-Jean-le-Thomas. La arena se va convirtiendo en placas de roca lisa, una piedra gris estratificada. El cabo que se ve a lo lejos puede ser el que en mi mapa viene indicado como Falaises de Corolles y Champeaux. Corolles está al otro lado y pasaré por allí esta tarde.

Saint-Jean-le-Thomas. Le Jardin des dunes.
Empieza a lloviznar. Llegando cerca de la población, me da la impresión de que lo que veía edificado en la playa no es más que un camping o un conjunto de bungalows. Pero, nada más subir la rampa que me saca de la playa, veo un restaurante. El Jardín de las Dunas, me salva de la lluvia, que ya se empieza a afianzar. Son las doce cuando llego y, aunque no abren hasta las 12:15 horas, pido permiso a los que están comiendo, jefes y empleados, y me dejan pasar. Me siento en la mesa más alejada a ellos, para no interferir ni que parezca que escucho su conversación, y me pongo a escribir. En realidad, no me siento en la mesa, sino en la silla. El mirador da al hierbal y al mar. Un mar que no se ve porque no está. Todavía me encuentro en el ámbito fangoso de la Baie du Mont-Saint-Michel. Estoy escribiendo cuando, a las 12:15 en punto, me traen la carta. A instancias de la camarera, el “tournedó” que iba a pedir por 19 € lo cambio por un “Pavé de Boeuf”, entrecot de buey, pero pido a la joven que, en vez de la salsa ofertada, me lo puede traer con ensalada. Me dice que sí y por el mismo precio. Me lo traerán con patatas. Está poco hecho, como lo he pedido, “bleu”, pero la carne no es de las sangrantes que a mí me gustan. No es tan roja, pero me la como. Algunas patatas fritas están que arden, pero otras se dejan comer. Dejo la ensalada para el final, algo que ya es habitual en mí. Pido un pichet de 24 cl de “cidre”. No sé si es correcto pedir sidra en Normandía, aunque todavía esté próxima Bretaña que es toda la costa que se ve a la derecha de Mont-Saint-Michel. La sidra me costará 2,50 €. De postre pido “pain d’epice que es como un pan Bimbo tostado, ablandado y caramelizado. Me lo sirven con una bolita de helado de naranja, quizás de mandarina. El postre está bueno pero me parece caro (6 €) para ser tan poca cosa. Estoy en la plage de Pignochet. Menos mal que lejos de Chile y que el dictador ya murió hace un tiempo. Pago con Visa 24,40 €. Cago antes de salir y veo que voy muy bien de vientre. Debo salir con peso similar al que traía al llegar. Así lo comido queda compensado por lo abandonado por las cañerías hacia la depuradora que, supongo, la tendrán. Cuando salgo de este jardín dunar, ya no llueve.

Hacia los acantilados de Carolles y Champeaux.
No me animo a seguir por el GR-223 y voy a seguir por la carretera. Temo que el próximo acantilado me juegue alguna mala pasada y, hasta que no salga de la bahía de Mont-Saint-Michel, ni voy a intentar darme un baño en el mar. Pienso que ya llegará mejor geografía costera.

Casetas de verano.
Nada más salir del restaurante, hacia la una y media, me adentro por entre las casetas que están cercanas a la playa de Pignochet. Son como casitas y están al otro lado del camping. Veo una abierta y me acerco. Dos viejecitos que, por lo que me dicen e interpreto, son hermanos, pasan allí una parte del verano que acaba de comenzar. El resto del año viven en otro lugar, que no acabo de entender, ni me saben explicar dónde está. 
 
Me hablan de la tranquilidad de este lugar, pero tienen a todo volumen una música para nada tranquilizante. Les saco una foto a ellos con su caseta. Tienen un espacio que hace las veces de cocina, sala y recibidor y por la ventana que veo con las contraventanas abiertas, una habitación. Dependiendo del grado de hermandad de los hermanos, uno dormirá en el cuarto y el otro en la sala. Pero ni yo indago, ni ellos me dicen cómo ni con quién duermen. Queda para secreto del sumario. Luego saco otra foto en el mismo recinto, donde se aprecia cómo están distribuidas las casetas en el espacio, algo que no se podía apreciar en la primera.
Anuncian Cabane Vauban.
Salgo del recinto de casetas y del pueblo de Saint-Jean-le-Thomas. Paso por una casa y veo su precioso palomar. No puedo resistirme a fotografiarlo. Es una construcción circular magnífica con muchos accesos a su interior. Dispone de cuatro pisos de ventanas y no sé para cuántas palomas estará diseñado. La cornisa superior y la inferior está truncada y sólo recorre un semicírculo. No veo ni una sola paloma (“pigeone”). Nosotros llamamos pichón al pollo de paloma. Con esta sorpresa de palomar, abandono definitivamente el pueblo. 

La carretera empieza necesariamente ascendente, ya que tiene que llegar a la cima del acantilado. Pronto, a la izquierda, sale un camino al que llaman “Sentier Pédestre” y que desciende hacia la playa. Como he dicho antes, no me arriesgo y sigo adelante. No sin antes sacar foto del lugar y de Mont-Saint-Michel, que se ve ya más alejado que desde Bec d’Audaire. Un dique, un farallón, de rocas y piedras ensambladas con cemento, surge hacia el mar. 

Cuando dejo el camino de lado, leo: “A 400 m. Cabane Vauban”. Pero, cuando llego a una chabola de piedra, pero que me parece poco significante para anunciarla de esta manera tan rimbombante, interpreto que lo que la señal quería indicar era que, a la Cabaña edificada por idea de Vauban, se puede acceder cogiendo un camino que sale a partir de los 400 metros. Saco foto de esta chabola, aunque no me dice gran cosa. Decirme, decirme, no me dice nada. Hay un banco para admirar la bahía y, en caso de necesidad, la entrada a la chabola ofrece protección para cuando te pille un chaparrón. Habrá que saber si el techado es impermeable. 
 
Desde este pequeño puerto de montaña, me vuelvo hacia atrás y saco foto del camping y casetas que acabo de dejar en Saint-Jean-le-Thomas. Aunque había decidido hacer el tramo hasta Carolles por la carretera y, a pesar de que detesto a Vauban y sus fortificaciones, no sé por qué razón, decido seguir un camino que, para más INRI, comienza descendente. 

 


Pero el camino sigue bajando y me desanima, una vez tomada la decisión de seguirlo, no estaré dispuesto a volver al punto de partida, así que renuncio a él, a Vauban, a sus obras y a sus pompas. Ya en la cima, saco una nueva foto de un maizal, con Mont-Saint-Michel y su bahía todavía lejos de recibir el agua que llegará en la pleamar.

Pescadores de almejas.
Poco más adelante veo otro camino mejor, con la indicación Vauban, pero tampoco me animo. Enseguida llego a un aparcamiento, adonde acaban de llegar unos mariscadores y se están cambiando de atuendo. Uno se queda en calzoncillos y se está poniendo los pantalones cuando llego. En una cesta de mimbre entrelazada que me recuerda a la que usaba mi padre para guardar los cangrejos de río que pescaba, aunque aquella tenía tapa para que los crustáceos no escaparan, veo la cosecha de almejas, chirlas y berberechos. Esta cesta no necesita tapa, ya que los bivalvos no tienen patas, ni muelas, que les permitan huir.
 
Su compañero se cambiará de ropa después, cuando yo me vaya. Salgo del aparcamiento y entro en otro. Debo retroceder lo mínimo para volver a la carretera. Saco foto desde arriba hacia la bahía y todavía se ve el triangulito de Saint-Michel. Cuando me estoy marchando del lugar, un chico me anima a que coja el camino de la cabaña Vauban. Me dice que todavía me ofrecerán otra ocasión más adelante. Me da confianza y, cuando llego al siguiente anuncio de camino a la izquierda, no lo pienso dos veces y lo cojo. 
 
Nada más entrar en el se me presenta un enorme gato montés que, nada más verme, huye despavorido. Sabe que estoy buscando conejo para comer y que no haría ningún asco a un buen guisote de felino. Hace bien en huir.

Último tramo hacia la Cabane Vauban.
El camino va a mucha altura sobre la playa, pero empieza a descender como antes, y me preocupa. Una foto hacia el mar indica que ya está subiendo la marea. Algunas olas pequeñas rompen contra las rocas. 

Ya no es la inmensidad de arena y lodo lo que se aprecia en el horizonte. En este lugar, más al Norte y estando ya próximo el final de la bahía, ya tengo el mar encima, pero supongo que todavía no ha llegado al Mont-Saint-Michel. Probablemente, en la costa que veo, éste sea el lugar donde los hombres del parking han estado mariscando y, al subir la mera, han tenido que dejar su tarea y los beneficios de tan suculenta captura. Me tengo que quitar el jersey que me había puesto al salir del restaurante pues tengo calor cuando, como ahora, no corre el aire. Donde paro para sacar foto de la playa, hay una caseta de piedra donde no indican nada. No me creo que ésta sea la cabaña anunciada y sigo adelante. 

El camino se vuelve a estabilizar en una altura media entre la base y la cima del acantilado, cuando me encuentro con tres asiáticos. Son dos mujeres y un hombre, que van con un europeo, no francés. Se maravillan con lo que les cuento de mi viaje. Media hora más tarde, se ve al mar lamer con sus olas el borde rocoso plano del acantilado. También rompen suaves y ligeras olas en los pequeños espacios arenosos. Mirando hacia el cabo ya se puede apreciar la cabaña construida según diseño de Vauban. 
 
Probablemente, aunque nadie me lo dice este sea otro “chemin douanier”, camino aduanero, y esa cabaña que veo a lo lejos fuese uno de esos refugios y lugar vigía. Tras pasar un túnel formado por las copas de árboles azotados por el viento marino y arbustos, me encuentro al pie de la cabaña.





La Cabane Vauban.
Saco una foto de la fachada en que se ve una sola ventana y, a través de ella, el vano abierto de la puerta de acceso a la cabaña, que está en la fachada opuesta, por donde entraré y fotografiaré lo que se ve de la costa desde ambos espacios abiertos. A la vez que mi llegada, se produce la de otros dos hombres que, justamente, nos saludamos. Por la ventana se ve la costa Norte y por la puerta, la Sur. 
 
Pretendía que, por la puerta, se viera todavía el Mont-Saint-Michel pero, aunque aparece en el horizonte, el contraste de luz entre el interior de la cabaña y el exterior es tan enorme y mi cámara tan convencional, que no obtengo el resultado apetecido. Se vislumbra algo del islote intermedio, pero nada de la abadía. En el vano de la ventana se aprecia que en tiempos hubo tres barrotes que impedían la entrada, algo que ahora no tiene sentido, cuando la puerta está siempre abierta, pues ya no existe y lo que se pretende es que los visitantes se sitúen por unos momentos como vigías del tráfico mercantil costero. 

 


Tras sacar estas tres fotos, ya puedo abandonar el lugar. Sin ser este sitio una maravilla, ni imprescindible en mi viaje, al menos me ha permitido ir un rato por un bonito camino y evitar la carretera, a la que ya casi me había resignado a recorrer por la cuneta. Yo que creía que Vauban se dedicaba a hacer sofisticadas fortalezas, esta cabaña me demuestra que también hacía obras menores. Las idearía en sus ratos libres. Nada más salir de la cabaña, aparecen dos mujeres parisinas. Pretende pasar con un mínimo saludo, pero no me conocen. Les digo que voy al albergue juvenil de Granville y da la casualidad de que ellas también pernoctarán allí esta noche. Me dicen que el albergue está en el puerto. No es mala información. Ha sido un encuentro fortuito y la información me ha llegado gracias a que no me he callado. Nos despedimos con un “hasta pronto”, “a bientôt”.




Hacia Carolles.
La montaña continúa ascendente y con buen camino, pero observo que después de ella, no está Carolles, sino que una falla me obligará a descender y volver a remontar a la siguiente que será ya la definitiva. Intento no perder altura para no tener que bajar y subir de nuevo, pero el rodeo sería inmenso y no me puedo arriesgar sin conocer bien el camino, que ni siquiera sé si existe. 
Una foto ascendente y desciendo hacia la vaguada. Cuando estoy iniciando la marcha, dos parejas inglesas se ríen cuando les digo que Merkel ha conseguido lo que no consiguieron ni Napoleón ni Hitler, doblegar a la Europa comunitaria. Alemania es una república, pero tiene en Merkel a la reina de Europa. Como ya he dicho, después de un rato llaneando, con ligero ascenso, el monte se rompe en dos. Inicio el descenso de un montón de escalones. Llego a la vaguada y se me ofrecen dos opciones, un camino que va hacia una playa de piedras que, quizás, tenga también arena, y otro camino ascendente que va a ser por el que voy a optar. 
 
Si quiero dormir en Granville, no puedo entretenerme mucho en el camino. Son las tres y media y, si la medimos en kilómetros, todavía no he llegado ni a la mitad de la jornada. El camino hacia la playa no está señalizado. Una pareja joven viene por ese camino desde el interior y se dirigen a la playa. Él es el que me dice que, si quiero ir a Carolles, no me queda otra opción que ascender por la siguiente escalera. Un poco más arriba, saco una foto en la que se aprecia el camino que va hacia la playa, por donde ha continuado la pareja. Hay entrada de arena, pero el acceso al mar es de piedras y rocas. Es algo que ya había visto desde arriba. Subo la escalera y llego a la siguiente cima. En menos de un cuarto de hora llego a un mirador y ya veo la playa de Carolles. 
 
Para llegar a ella, empiezo a descender. Se ve una playa muy larga que no sé hasta dónde me va a permitir continuar. La marea está bajando, puesto que la última parte, la más próxima al mar, muestra la humedad de la última pleamar. Parece que la playa me va a llevar hasta mi destino de hoy, pero voy a encontrar un obstáculo intermedio.

Carolles.
Desciendo por una mezcla de carretera y escaleras y llego a un aparcamiento con pocos vehículos apartados. Entre ellos y la arena, hay una zona de hierba donde ordenadamente hay un grupo de casetas que lo mismo pueden servir tanto para guardar objetos de playa, como artículos de pesca. 
 
Hoy no es la tarde adecuada, ya que hay cuatro gatos en la orilla. Esta playa se inicia en el Puesto de Socorro y, pasando por Jullouville, llega hasta Saint-Pair-de-Mer. Yo creía que podría llegar hasta Granville, pero no va a ser así. El camino de bajada de la cima del mirador me lleva hacia el interior pero, después de haber visto desde arriba que hay un buen paseo marítimo, aunque no hace un día muy brillante y corre algo de aire, prefiero ir por la costa. Salgo a la playa. La primera parte no es paseo marítimo, ha debido ser una alucinación lo que he visto desde lo alto, sino que hay un camino irregular que pasa por delante de las casas, que disponen de acceso directo a la playa. Algunos peldaños, o escalones, tratan de salvar las distintas alturas del pavimento. 
 
Por fin aparece un pequeño paseo que acaba pronto y debo bajar a la playa. Voy un rato por la arena hasta que aparece un buen paseo marítimo, por donde prefiero ir antes que pisando mal y lentamente por arena seca.


Jullouville. Juegos para niños.
No tengo nada claro dónde acaba Carolles y dónde empieza Jullouville, pero considero que el paseo marítimo ya corresponde a este último término municipal. Resulta un paseo muy monótono. La orilla del mar está lejos, pero se ve gente paseando. 
 
La monotonía del paseo se resuelve mediante juegos de suelo para pequeños. Saco dos fotos de los juegos, aunque el primero y el último sólo han quedado en intención. Fotografío primero el “Colimaçon”, el caracol. El número 1 está en la parte más estrecha de la espiral, y el 18 en la más ancha. Hay que ir hacia el nº 1 y llegar al Paraíso. Como ya estoy en el paraíso, con este viaje de verano, ni me molesto en jugar. Además, estando yo solo, tengo claro que tengo todas las de ganar. 

 



 






El siguiente juego, también va de números, Le Marais. Es un rectángulo en el que los números van por el exterior. Hay que partir del nº 1 y llegar al 14 saltando sobre un pie. El regreso hay que hacerlo hacia atrás. Lo califican de nada fácil. Tampoco pienso jugar a este tercer juego, pues bastante tengo con los retrocesos a que me obliga el camino, como el de esta mañana. Dejo constancia de estos dos juegos de suelo y de las instrucciones para ejecutarlos de manera correcta y continúo adelante. 
 
Una mujer que pasea con un niño, me dice que debo salir a la carretera, porque siguiendo por la playa me voy a encontrar con la desembocadura de un río. Ya veo en mi mapa que hacia el Norte de Jullouville, aparece el río Thar. También lo había visto en los mapas de las playas. La mujer me dice qué carretera debo coger. 
 
Cojo la salida correcta, pero no me adentro lo suficiente y acabo topándome con el lugar que me había avisado imposible de pasar por el río. Con mucha rabia, porque ya estaba advertido, debo retroceder. Será menos de lo que me temía. 
 
Sin tener que recorrer toda la carretera, veo una desviación a la izquierda y a un matrimonio sobre una pasarela que me dice que, yendo por allí, salgo a la carretera. Ya estoy en la carretera. Saco una foto hacia la costa, enfocando a las casas, a cuyo final he llegado y he tenido que iniciar el retroceso. Queda así constancia del ligero retraso. Después, paso por un tinglado hecho con mentalidad infantil, que no creo tenga otro significado que el de ser un adorno hecho con materiales simples de plástico, aunque el soporte parece bastante recio. 
 
No me parece que sea demasiado imaginativo, pero lo fotografío. En pocos minutos estoy en disposición de ver el río Thar en su serpenteante avance hacia el mar. Aún tardaré más de un cuarto de hora en llegar al siguiente pueblo.

Saint-Pair-sur-Mer.
Una vez de que ya se ha quedado atrás el río, y con él el último obstáculo, que son las cinco y media y que ya no queda mucho para llegar al albergue de Granville, me relajo y me centro en tratar de resolver el problema de la recarga del móvil. 

Al llegar saco una foto de la capilla de Sainte Anne. Es pequeña pero coqueta. Está cerrada. No la puedo visitar. Sobre el dintel de la puerta aparece una inscripción imposible de descifrar para mis escasos conocimientos de francés y, además, muy bien pudiera estar en normando. La fecha que figura me parece de 1809 paro tampoco tengo certeza absoluta, ni en la 2ª, ni en la última cifra. Está aislada en un entorno bien urbanizado, con jardinería adecuada. Se ve que, como en Bretaña, aquí también se quiere a la madre de la virgen María. Me acerco a la plaza y fotografío de lejos la iglesia. 
 

De allí vienen sones musicales. Cuando resuelva lo del móvil, volveré.

Ortel Mobil en Tabac “La Poste”.
No pretendo hacer más que una recarga de 5 €, que es lo que me pedían en el mensaje. Pregunto por un Tabac y me dicen dónde hay uno. Se trata del bar, tabac, jeux “La Poste”. Le enseño al hombre el número en mi papel de Ortel. Sale de su máquina una tira larga de papel impreso en el que figura el número a marcar: 6444849530521641. Pido ayuda porque no sé lo que me dicen en el móvil. Después de haber marcado el 805 y escuchar un momento, repasamos el número cargado y el error 6444849630521641. El hombre se había equivocado en un número central, en vez del 6 había puesto 5. Repite la jugada y me dice que ahora ya está resuelto. Entonces llega un mensaje de Ortel y se lo doy a leer. En él pone que tengo un saldo 7,50 € y con validez hasta 19/09. ¿Estaría en saldo 0 y ahora, con la recarga, me regalan la mitad de lo ingresado? Al menos ya he resuelto el tema que me preocupaba. Agradezco al hombre que me ha ayudado, aunque en su primera intentona haya tenido un error, y salgo del lugar. Retorno hacia la plaza y el clocher de la iglesia.

Le Jour de la Musique.
Granville está a 4 kilómetros. El pasado año me coincidió el día de la Música en la isla de Oleron. Disfruté allí de tres manifestaciones musicales. Este año me entero tarde y, si no hubiese sido por el móvil, habría pasado de largo por este pueblo y ni me hubiera enterado de la celebración. Ahora, ya resuelto el dilema del móvil, puedo disfrutar un rato del concierto. Al pie de una escalinata, han instalado una carpa. Como fondo está la iglesia. Un grupo de niños de unos seis años cantan y les dirige una mujer muy alta, que los empequeñece aún más. Está demasiado próxima a los cantores. Saco una foto salvando cabezas, como puedo. Es suficiente como para dejar constancia. Tras oír una canción, abandono el lugar.
Granville.
Desciendo de la plaza y voy queriendo salir del pueblo. Con ayuda, logro llegar a la playa. Sin bajar a ella, continúo como puedo lo más cerca del acantilado y, cuando ya veo Granville a lo lejos, saco una foto con la certeza de que pronto podré llegar a la ciudad. Va a ser la última foto de la jornada. El cielo está plomizo. Confío en que no le dé por descargar agua hasta que esté ya a salvo en el albergue. La playa ya es la de Saint Nicolas de Granville. Estoy en el último tramo de carretera. Hay buena acera y el camino va a mi derecha. Me resisto a coger el GR. Ya bajando hacia el puerto, ofrece dos catetos, cuando la hipotenusa, que es acera, es el camino más corto. Menos mal que uno estudió geometría. Entre casas, llego a una altura, donde leo el letrero anunciando el albergue. Pero cuando llego al siguiente grupo de indicadores, el albergue ha desaparecido. En realidad parte del fallo se debe a que no he retenido que el albergue está en el Centro Regional de Nautismo. Me encuentro con un grupo de jovencitos que beben whisky. Hoy ha sido su último día de clase y, como es lógico, lo celebran. Uno está muy sonriente. Me dirijo a él y le pregunto. Su sonrisa sigue bobalicona como si no estuviera en el mundo. No me responde. Nadie sabe del albergue y resulta que lo tenemos delante, en un gran edificio en el puerto, algo que ya sabía por adelantado. Me lo habían dicho las dos mujeres de la cabaña Vauban. No se ve indicador de auberge de jeneusse, ni hostelling, sólo lo náutico. Cuando vuelvo a mirar el papel que llevo, compruebo que es ese el lugar.

Albergue CRNG.
CRNG significa Centre Régional de Nautisme Granville. La recepcionista me cobra 21 € que pago con Visa y me da factura. Incluye desayuno. Me da la habitación Aurigny, con vistas al mar. En un puerto, sería raro que esto no ocurriera. El desayuno se celebrará en una carpa blanca que está a la vuelta del edificio. Hay obras y vallas alrededor. Subo a mi habitación, y elijo la cama que está más al fondo, junto a la mesa. La hago con la sábana encimera que me ha dado la joven. Me ha preguntado si la quiero y, por el mismo precio, prefiero sábana que dormir aprisionado dentro del saco. No funciona el agua caliente y me limito a lavarme los pies. Escribo un poco y bajo para ver si encuentro algo de cena en la ciudad. Le digo a la recepcionista que el agua caliente no funciona y ella me responde que, donde está ella, arde. Se muestra “desolée”, sin consuelo, porque mañana no habrá desayuno y me devuelve 4 €. Las dos monedas de 2 € ya las tenía preparadas. La razón es que sólo estamos cuatro personas albergadas, las dos parisinas y otra más y que por cuatro no van a abrir el comedor de fuera.

Cena frugal.
Paso por mediateca. Mañana la abren a las diez. Paso por restaurante Cuscus que ofrece tajín de cordero. Llego a la plaza, donde la oferta es mayor, pero acabo haciendo cola en un puesto ambulante donde preparan bocadillos con las salchichas que van asando y vendiendo. También fríen patatas y un hombre asa chuletas de cerdo. Cuando llega mi turno, me inclino por la salchicha. Sin nada, le digo. No quiero ni mahonesa, ni Ketchup. Pero me envuelve la salchicha en papel de aluminio. Le jode desembalarla y ponérmela en pan, pero lo acaba haciendo. Pero la tira de mala manera al que cobra, quedando la salchicha medio caída para abajo con el pan abierto y volcado. El chico me cobra 3 € y me la voy comiendo con hambre, muy a gusto. Está riquísima y el pan suave y crujiente, a la medida. Voy comiéndola por la plaza y asegurando el lugar donde está ubicada la mediateca para no perder el tiempo y venir directamente mañana. Los chavales de la tarde le siguen pegando al whisky. De seguir así, acabarán como mirlos. Me meto por los establecimientos que están de cara al puerto, pero no veo ninguna pastelería. Me gustaría comer un pastel de postre. Llego a la parte final del puerto sin ver pastelería alguna y retrocedo a una crepería. Elijo una crepe de banana y chocolate. Retengo mal el precio y preparo 4,20 €. Cuando me lo trae rebosante de chocolate, me pide 4,80 € (Yo había entendido catre vingt y era catre catre vingt). Le doy 5 € y que se quede con los 20 céntimos de propina. Cuando lo como, salgo con idea de meterme en un bar a beber una copa de vino. Cuando voy a entrar en un Tabac, una mujer friega el suelo. Hay cuatro hombres en una mesa bebiendo cerveza. Me invita a pasar y cuando dentro de la barra me pregunta y le pido un vaso de vino, me dice que no. No sé si la razón es que no vende vino, porque el servicio de barra está cerrado o, por qué razón, el caso es que me quedo sin el postre de tintorro.

Las parisinas.
Cuando salgo del Tabac, me encuentro de nuevo con las parisinas, que pasean por el puerto huyendo de los vehículos, aunque ellas lo tienen y lo están usando durante el día. Durante el paseo, pues les acompaño, todo su empeño es no salir a la carretera. Pasamos por lugares difíciles, vallas, barreras, que ellas ya conocen y vamos salvando obstáculos. Hablamos de mi viaje y de los sitios por los que he pasado, mi bocata en el cementerio de Montparnasse, de Annick, y otras anécdotas. Ellas hablan poco de sí mismas y dicen que hacen recorridos mínimos. Me hacen muchas preguntas y yo contesto como puedo y sé. Me parece que pueden ser pareja. Llegamos al albergue, pero yo entro y ellas se quedan a seguir paseando.

A soñar con los angelitos.
Subo. El guarda de noche observa cómo ponen un nuevo fondo de fieltro verde en la mesa de villar. Siete mesas de villar francés era un título de película de Gracia Querejeta que, finalmente, me quedé sin ver. Me comenta que la chica de recepción le ha dicho el problema que he tenido con el agua caliente y me ofrece la posibilidad de cambio de habitación. Agradezco, pero no quiero deshacer y volver a hacer la cama. A estas horas me parece demasiada movida y no hay ninguna garantía de que en la nueva habitación el agua caliente funcione. Y si arde como en recepción, prefiero no abrasarme. Ya sé que van a pasar muchos días hasta el siguiente albergue, puesto que no tengo otro hasta Cherbourg, al norte de La Manche. Subo a mi habitación y encuentro la puerta vecina abierta. Orino y, tras cerrar el pestillo, me meto en la cama. Escribiré mañana. Me duermo enseguida y sólo me levanto una vez a orinar. Entonces veo que la puerta vecina está cerrada.

Balance de la jornada.
Hoy ha sido un día poco relevante en mi viaje. La capilla de Genêts me ha gustado, pero la cabaña de Vauban podía habérmela saltado sin ningún remordimiento. Ni el reencuentro de la alemana en el desayuno, ni el de las parisinas de Vauban después de la cena, han sido muy relevantes. El avance, perdiendo de vista a Mont-Saint-Michel ha sido lo mejor de la jornada. Me enfado con la confusa señalización del GR-223. También con el mal estado del camino en tramos que se desmoronan. Sigo hacia el Norte. Mañana avanzaré menos que hoy.

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