Etapa
08 (365). 21 de junio de 2013, viernes.
Genêts-Saint Jean le Thomas-Carolles-Jullouville-Saint Pair sur
Mer-Granville.
Hoy
es día de la música y solsticio de verano. Voy a tener una
preocupación adicional que resolveré adecuadamente, la recarga de
mi móvil. Etapa francesa nº 74
Amanecer
en Genêts.
Me
despierto a las seis y media, pero me levanto a las siete. Dejando
correr el agua del grifo, orino en el lavabo. Escribo el diario.
Cuando van a dar las ocho, recibo mensaje al móvil de que me quedan
dos horas para recargar o, si no, perderé el número. Me dice que
debo hacer la recarga en un Tabac. Bajo a desayunar y la nueva
recepcionista me ayuda a interpretar el mensaje. La de ayer también
está para ayudar. Lo que yo había entendido como dos horas, son dos
días, y me dice que en Genêts no hay Tabac. Más tranquilo con este
margen, desayuno. La gran sorpresa es que también está desayunando
aquí la alemana de Mont-Saint-Michel. “Vine en autobús”, me
dice. Está también la noruega, que habla inglés y la familia
alemana con hija joven, que sólo habla alemán. Como él sabe
francés, tenemos un poco de margen para comunicarnos. A la noruega
le hablo de Henrik Ibsen, de Grieg y de Peer Gynt. Hago un desayuno
muy completo: dos zumos, 4 rebanadas de pan con mantequilla y
mermelada, cinco pedacitos de quesos de clases variadas, y me siento
frente a la noruega. La leche que ofrecen es fría y la mujer de ayer
me la calienta en el microondas. Subo a la habitación y cago de
nuevo. Todo bien y el ano parece que está algo mejor, ya no me
escuece. Se ve que me ha ido bien el aloe-vera y esta noche habrá
que repetir la operación.
Escribo y cuando estoy en ello, llama a la
puerta la recepcionista de ayer para que le dé las sábanas. Deshago
la cama y se las doy. Ya estoy listo para partir. Doblo la manta y
bajo para devolver la llave. Busco un plástico para cubrir el nuevo
mapa, pero no tienen. Me apaño con un trozo que encuentro, pero no
va bien. A falta de otra cosa, me tendré que arreglar con él.
Genêts.
Iglesia del s. XV.
Salgo
del albergue en dirección a la iglesia. Está construida sobre los
cimientos de otra del s. XI. Esta iglesia es diferente a las que
había visto hasta ahora por Bretaña. Saco foto del exterior con su
pequeño atrio de acceso. Quizás sea ese atrio lo que más me gusta
de su fachada. Por otro lado es una iglesia descuidada exteriormente.
Un musgo amarillento le cubre las lajas de pizarra de la cubierta,
como al olmo seco machadiano la corteza. Otra razón más para que me
guste. Penetro en su interior por el atrio mencionado y dejando la
puerta entreabierta.
Me voy hacia el fondo de la nave para sacar una
foto de conjunto. La nave central y única, ofrece el lado del atrio
casi exento de imágenes, mientras en el izquierdo no hay ningún
vano entre ventanas que no la tenga. A pesar de la luz tempranera que
ya está entrando, mi cámara no capta bien el altar y, a pesar de mi
acercamiento, lo único que sale bastante nítido es la vidriera del
fondo, quizás lo más meritorio y bien conservado. Un poco más
adelantados que el altar mayor, se ofrecen dos altares laterales que
podrían servir para que tres sacerdotes, sin concelebrar, hicieran
sus misas al unísono, lo cual tendría poco sentido y distraería a
los feligreses hasta el infinito…
aunque es al infinito, a la vida
perdurable, a donde los practicantes de las religiones pretenden
llegar. No deben saber que cielo e infierno están en la tierra. Tras
dos instantáneas de acercamiento al altar, para tratar de penetrar
en el misterio, salgo de nuevo a la calle. Genêts está despertando
a las diez de la mañana. Entro a una tienda, pero no venden
plásticos. Tienen embalaje para tirar. Cartón y plástico. De entre
los desperdicios retiro un trozo de plástico flexible que, a falta
de algo mejor, me servirá para proteger el mapa. Con el tema
resuelto a medias, voy a ver al señor que me ayudó ayer antes de la
lluvia. Voy hacia su casa, pero me lo encuentro en la calle, pues
viene de comprar el pan. Le doy las gracias. En el reloj del
campanario de la iglesia suenan las diez campanadas.
Despedida
de Genêts.
En
un jardín de casa privada, se me presenta un guindo repleto de sus
frutillas bicolores. Van del rosa al amarillo, y no me estoy
refiriendo a aquella película de Summers que fue un hito en su
época, antes de La niña de luto. Es difícil encontrar alguna
guinda que esté roja, así que me abstengo de probarlas. Lo podría
haber hecho, ya que salen del jardín privado como una ofrenda al
caminante. Pero debo continuar, no puedo esperar estático a que
maduren.
Aunque en esta ocasión no es comestible, ni lo será, otro
árbol me obsequia con la belleza de su copa florida, repleta de
florecillas blancas. Es un bonito regalo visual, que de imágenes
también se alimenta el que camina.
Ya casi en las afueras de Genêt,
coincidiendo con una tapia protectora que, junto a un conjunto
arbolado, defiende una propiedad, vienen cuatro jinetes que, a
excepción del último, sonríen al fotógrafo imprevisto. La tercera
es mujer. Aquí, como en el alarde de Irun que se celebrará en unos
días, la mujer es el elemento humano que aporta la belleza y a la
que hay que proteger, llevándola en el medio. Me río yo mismo de
las bobadas sin consistencia que digo. Por apurar la foto, corto la
oreja derecha al primer caballo que, en propiedad, quizás debiera
decir que es yegua. A ninguno de los cuatro les veo la matrícula
para confirmarlo. Llego a un lugar en que la carretera que va hacia
Jullouville en que se me ofrece otra de orden menor que me va a
llevar hacia Bec d’Audaine, lugar en donde recuperaré la imagen
del Mont-Saint-Michel.
Bec
d’Audaine. Grupo escolar.
El
lugar así llamado está catalogado como “site”, palabra que
sirve para indicar cualquier emplazamiento histórico, geográfico, o
arqueológico pero que, en esta ocasión, define un paraje natural. A
la vez que llego al lugar, lo hace un grupo de escolares
adolescentes. Como no he anotado el nombre del lugar al entrar,
pregunto a una chica y le pido que me lo escriba. Casualidad, esta
joven tiene lesionada la muñeca y pide a una compañera que lo haga.
Escribe Bec d’Audaine y agradezco.
Hacia la orilla, aunque decir
orilla es mucho inventar pues el mar está muy lejos, ya había
llegado antes otro grupo con sus profesores. Saco foto a los dos
grupos pero la razón principal es la de recoger en la imagen
también, de nuevo, a la montaña mágica en la que estuve ayer, el
Mont-Saint-Michel. Echando una línea recta de allí a este Bec
protegido, se ve que he avanzado poco y eso que ayer tarde recibí
mucha ayuda para llegar al albergue. También hay un islote y hacia
él veo que va por la arena otro grupo. Me pregunto: ¿Se atreverán
a ir caminando desde este Bec d’Audaire hasta Mont-Saint-Michel?
Esta duda no tendrá respuesta, pues la pregunta me la voy haciendo
cuando ya he abandonado a los grupos y ya no tengo a quien preguntar.
Les vuelvo a fotografiar desde el sendero que va por la duna baja
consolidada, casi próxima a la playa.
Tan próxima que hay tramos en
que el sendero desaparece comido por el tiempo y las adversidades
climatológicas. Lo vamos a ver un poco más adelante. Lo que si
puedo apreciar es que estos últimos grupos parece que se han
afincado en la arena y que no tienen ninguna intención de ir hasta
la montaña que, desde este lugar parece un imán atractivo, pero que
a ellos no les atrae. Sus polos se repelen y se mantienen a
distancia. La isla que veo es la misma que pude apreciar desde las
terrazas de Mont-Saint-Michel. Para muestra de lo endeble del sendero
que comentaba, saco otra foto que lo ilustre. La “falaise” baja,
el acantilado, se desmorona. Debo ir muy atento al dar las pisadas,
si no quiero que el pie izquierdo se me deslice hacia la playa. No la
vayamos a fastidiar. Hoy ha sido un día en que me he levantado con
el pie derecho, pie que el pasado verano ya quedó restablecido
después de los diez días de antibiótico tras la consulta médica
en urgencias del Hospital de Douarnenez. Al igual que el caminante en
este magnífico viaje, hoy el sendero va muy vulnerable.
GR-223.
En
un momento determinado, ante camino tan poco seguro, aparece la señal
de Interdit (Prohibido). Pero yo consigo mantenerme por encima de la
duna. Así evito tener que bajar a la playa y tener que caminar por
la arena seca, donde los pies se hunden y el paso resulta el doble de
cansino. Por primera vez voy a ver en pocos minutos el número del
Grand Randonnée. Si el GR-34 ya quedó abandonado al finalizar Ille
et Vilaine, en Bretaña, ahora se me ofrece con este número, el
GR-223. Como todos estos caminos marcados para senderismo, o marcha,
éste también va señalizado con las dos rayas, blanca la de arriba
y roja la de abajo. Pero la primera que encuentro, ¡mejor si no la
hubiera encontrado!, me lleva a error. Está enclavada en un poste
que me confunde. Es como una invitación a pasar por un hueco abierto
obtusamente en una alambrada. Me cabreo porque está mal para el paso
de una persona sin equipaje pero, con las mochilas, es imposible
pasar por él angosto espacio. Tras quitar un tablón obstructivo y
descargar las mochilas, lo paso con ellas por el aire, elevando los
brazos. Voy con cuidado para que el alambre de espino no me rasgue el
plástico protector de lluvia de la mochila. Ya estoy en el prado.
Un
sendero me marca la dirección. He visto de lejos y antes de entrar a
un grupo en el prado. Ahora me acerco a ellos. Se trata de unos
jóvenes con deficiencia mental que van acompañados de dos o tres
monitores. Hay veces que, a primera vista, no sabes quién es el
monitor, quién el deficiente. Me pasó el pasado año en el albergue
de Morlais con el grupo de belgas flamencos. Uno de los monitores,
que me recuerda a Luisma, un compañero de Gureak, no sabe castellano
y en francés nos comunicamos mal. No saco nada en claro y no puedo
enterarme de si voy bien por ese camino, ni de dónde vienen ellos.
Ellos van hacia la entrada difícil y me gustaría saber cómo salen,
tras las dificultades que yo he encontrado. A lo mejor tienen
alternativa mejor, pero no voy a retroceder cuando lo que quiero es
seguir el camino. Eso pienso. La realidad va a ser bien distinta. Me
voy a encontrar en un recinto, totalmente cercado, imposible de
salir. Tras intentar pasar por abajo y por arriba, acabo tomando la
decisión de volver al punto de partida. Una foto de la alambrada que
no me deja continuar, y regreso. Lo más curioso es que en el poste
más alto, aparece la señalización de senderismo, blanca y roja.
También un travesaño inclinado, una cadena, que me hace pensar que
por aquí hubo alguna vez un paso que escalaba la alambrada.
Pienso
que el dueño de este prado cercado se cansó de que pasaran
caminantes por su propiedad e inutilizó los accesos. Por eso estaba
tan mal la entrada. Todo son conjeturas, pues nadie me va a dar una
explicación, ni razonable, ni irracional. Vuelvo al punto de
partida. No me ha supuesto más que un cuarto de hora volver a donde
estaba en el exterior del prado vallado. Suelen decir que “después
de visto, todo el mundo es listo”, al igual que se dice “la
experiencia es madre de la ciencia”. Ahora interpreto la señal de
otra forma. No está doblada, como para entrar por ahí, sino que
indica que el senderista debe seguir adelante. Una chapa por encima,
aunque rota, indica “sentier littoral”, sendero litoral.
Busco,
pero no encuentro a nadie del grupo que he visto antes en el prado.
El camino me vuelve a llevar hacia la playa. Cuando estoy llegando al
lugar en que he tenido que echar marcha atrás en el prado cercado,
saco una foto para recuerdo de las vicisitudes. Pero este camino no
me lleva hacia el poste pintado con señal de GR. Me quejo y un
hombre defiende a los ganaderos.
Yo critico la inadecuada colocación
de la señal, que me ha llevado a confusión. Habría sido inequívoca
con que hubiese estado colocada un poco más adelante.
Camino
farragoso:
playa, duna, camino de caballos.
El
sendero se ha ido perdiendo. Ya no sé si voy bien. En un cruce de
senderos, me tropiezo con un alambre que está tenso en el suelo.
Pareciera que lo han puesto a propósito, a mala leche. Doy un
traspié pero no caigo de milagro. El camino entre juncos me va
mojando las piernas. Están todavía húmedos de la lluvia de ayer y,
quizás, del rocío de la mañana. Resulta grato mojarse. Voy
tratando de buscar el mejor camino posible, pero las alternativas son
poco halagüeñas.
No quiero ir por la arena seca de la playa para
evitar cansarme en exceso. Tampoco por la alternativa que se me
ofrece que es el camino para jinetes y caballos. Por él, los pies se
hunden tanto o más. Hay muchas pisadas de humanos y de cascos de
caballos. Un caballo baja de un arco de arbustos. Su jinete lo lleva
al paso, pero lo hace trotar y galopar. Intento ir por la duna, aún
a riesgo de dañar las plantas y es igual de difícil para caminar.
Acabo bajando a la zona húmeda de la playa y, sin descalzarme,
camino por entre los guijarros. Es por donde mejor voy y ya veo al
fondo algo que interpreto puede ser Saint-Jean-le-Thomas. La arena se
va convirtiendo en placas de roca lisa, una piedra gris
estratificada. El cabo que se ve a lo lejos puede ser el que en mi
mapa viene indicado como Falaises de Corolles y Champeaux. Corolles
está al otro lado y pasaré por allí esta tarde.
Saint-Jean-le-Thomas.
Le Jardin des dunes.
Empieza
a lloviznar. Llegando cerca de la población, me da la impresión de
que lo que veía edificado en la playa no es más que un camping o un
conjunto de bungalows. Pero, nada más subir la rampa que me saca de
la playa, veo un restaurante. El Jardín de las Dunas, me salva de la
lluvia, que ya se empieza a afianzar. Son las doce cuando llego y,
aunque no abren hasta las 12:15 horas, pido permiso a los que están
comiendo, jefes y empleados, y me dejan pasar. Me siento en la mesa
más alejada a ellos, para no interferir ni que parezca que escucho
su conversación, y me pongo a escribir. En realidad, no me siento en
la mesa, sino en la silla. El mirador da al hierbal y al mar. Un mar
que no se ve porque no está. Todavía me encuentro en el ámbito
fangoso de la Baie du Mont-Saint-Michel. Estoy escribiendo cuando, a
las 12:15 en punto, me traen la carta. A instancias de la camarera,
el “tournedó” que iba a pedir por 19 € lo cambio por un “Pavé
de Boeuf”, entrecot de buey, pero pido a la joven que, en vez de la
salsa ofertada, me lo puede traer con ensalada. Me dice que sí y por
el mismo precio. Me lo traerán con patatas. Está poco hecho, como
lo he pedido, “bleu”, pero la carne no es de las sangrantes que a
mí me gustan. No es tan roja, pero me la como. Algunas patatas
fritas están que arden, pero otras se dejan comer. Dejo la ensalada
para el final, algo que ya es habitual en mí. Pido un pichet de 24
cl de “cidre”. No sé si es correcto pedir sidra en Normandía,
aunque todavía esté próxima Bretaña que es toda la costa que se
ve a la derecha de Mont-Saint-Michel. La sidra me costará 2,50 €.
De postre pido “pain d’epice que es como un pan Bimbo tostado,
ablandado y caramelizado. Me lo sirven con una bolita de helado de
naranja, quizás de mandarina. El postre está bueno pero me parece
caro (6 €) para ser tan poca cosa. Estoy en la plage de Pignochet.
Menos mal que lejos de Chile y que el dictador ya murió hace un tiempo.
Pago con Visa 24,40 €. Cago antes de salir y veo que voy muy bien
de vientre. Debo salir con peso similar al que traía al llegar. Así
lo comido queda compensado por lo abandonado por las cañerías hacia
la depuradora que, supongo, la tendrán. Cuando salgo de este jardín
dunar, ya no llueve.
Hacia
los acantilados de Carolles y Champeaux.
No
me animo a seguir por el GR-223 y voy a seguir por la carretera. Temo
que el próximo acantilado me juegue alguna mala pasada y, hasta que
no salga de la bahía de Mont-Saint-Michel, ni voy a intentar darme
un baño en el mar. Pienso que ya llegará mejor geografía costera.
Casetas
de verano.
Nada
más salir del restaurante, hacia la una y media, me adentro por
entre las casetas que están cercanas a la playa de Pignochet. Son
como casitas y están al otro lado del camping. Veo una abierta y me
acerco. Dos viejecitos que, por lo que me dicen e interpreto, son
hermanos, pasan allí una parte del verano que acaba de comenzar. El
resto del año viven en otro lugar, que no acabo de entender, ni me
saben explicar dónde está.
Me hablan de la tranquilidad de este
lugar, pero tienen a todo volumen una música para nada
tranquilizante. Les saco una foto a ellos con su caseta. Tienen un
espacio que hace las veces de cocina, sala y recibidor y por la
ventana que veo con las contraventanas abiertas, una habitación.
Dependiendo del grado de hermandad de los hermanos, uno dormirá en
el cuarto y el otro en la sala. Pero ni yo indago, ni ellos me dicen
cómo ni con quién duermen. Queda para secreto del sumario. Luego
saco otra foto en el mismo recinto, donde se aprecia cómo están
distribuidas las casetas en el espacio, algo que no se podía apreciar
en la primera.
Anuncian
Cabane Vauban.
Salgo
del recinto de casetas y del pueblo de Saint-Jean-le-Thomas. Paso por
una casa y veo su precioso palomar. No puedo resistirme a
fotografiarlo. Es una construcción circular magnífica con muchos
accesos a su interior. Dispone de cuatro pisos de ventanas y no sé
para cuántas palomas estará diseñado. La cornisa superior y la
inferior está truncada y sólo recorre un semicírculo. No veo ni
una sola paloma (“pigeone”). Nosotros llamamos pichón al pollo
de paloma. Con esta sorpresa de palomar, abandono definitivamente el
pueblo.
La carretera empieza necesariamente ascendente, ya que tiene
que llegar a la cima del acantilado. Pronto, a la izquierda, sale un
camino al que llaman “Sentier Pédestre” y que desciende hacia la
playa. Como he dicho antes, no me arriesgo y sigo adelante. No sin
antes sacar foto del lugar y de Mont-Saint-Michel, que se ve ya más
alejado que desde Bec d’Audaire. Un dique, un farallón, de rocas y
piedras ensambladas con cemento, surge hacia el mar.
Cuando dejo el
camino de lado, leo: “A 400 m. Cabane Vauban”. Pero, cuando llego
a una chabola de piedra, pero que me parece poco significante para
anunciarla de esta manera tan rimbombante, interpreto que lo que la
señal quería indicar era que, a la Cabaña edificada por idea de
Vauban, se puede acceder cogiendo un camino que sale a partir de los
400 metros. Saco foto de esta chabola, aunque no me dice gran cosa.
Decirme, decirme, no me dice nada. Hay un banco para admirar la bahía
y, en caso de necesidad, la entrada a la chabola ofrece protección
para cuando te pille un chaparrón. Habrá que saber si el
techado es impermeable.
Desde este pequeño puerto de montaña, me
vuelvo hacia atrás y saco foto del camping y casetas que acabo de
dejar en Saint-Jean-le-Thomas. Aunque había decidido hacer el tramo
hasta Carolles por la carretera y, a pesar de que detesto a Vauban y
sus fortificaciones, no sé por qué razón, decido seguir un camino
que, para más INRI, comienza descendente.
Pero el camino sigue
bajando y me desanima, una vez tomada la decisión de seguirlo, no
estaré dispuesto a volver al punto de partida, así que renuncio a
él, a Vauban, a sus obras y a sus pompas. Ya en la cima, saco una
nueva foto de un maizal, con Mont-Saint-Michel y su bahía todavía lejos de recibir
el agua que llegará en la pleamar.
Pescadores
de almejas.
Poco
más adelante veo otro camino mejor, con la indicación Vauban, pero
tampoco me animo. Enseguida llego a un aparcamiento, adonde acaban de
llegar unos mariscadores y se están cambiando de atuendo. Uno se
queda en calzoncillos y se está poniendo los pantalones cuando
llego. En una cesta de mimbre entrelazada que me recuerda a la que
usaba mi padre para guardar los cangrejos de río que pescaba, aunque
aquella tenía tapa para que los crustáceos no escaparan, veo la
cosecha de almejas, chirlas y berberechos. Esta cesta no necesita
tapa, ya que los bivalvos no tienen patas, ni muelas, que les
permitan huir.
Su compañero se cambiará de ropa después, cuando yo
me vaya. Salgo del aparcamiento y entro en otro. Debo retroceder lo
mínimo para volver a la carretera. Saco foto desde arriba hacia la
bahía y todavía se ve el triangulito de Saint-Michel. Cuando me
estoy marchando del lugar, un chico me anima a que coja el camino de
la cabaña Vauban. Me dice que todavía me ofrecerán otra ocasión
más adelante. Me da confianza y, cuando llego al siguiente anuncio
de camino a la izquierda, no lo pienso dos veces y lo cojo.
Nada más
entrar en el se me presenta un enorme gato montés que, nada más
verme, huye despavorido. Sabe que estoy buscando conejo para comer y
que no haría ningún asco a un buen guisote de felino. Hace bien en
huir.
Último
tramo hacia la Cabane Vauban.
El
camino va a mucha altura sobre la playa, pero empieza a descender
como antes, y me preocupa. Una foto hacia el mar indica que ya está
subiendo la marea. Algunas olas pequeñas rompen contra las rocas.
Ya
no es la inmensidad de arena y lodo lo que se aprecia en el
horizonte. En este lugar, más al Norte y estando ya próximo el
final de la bahía, ya tengo el mar encima, pero supongo que todavía
no ha llegado al Mont-Saint-Michel. Probablemente, en la costa que
veo, éste sea el lugar donde los hombres del parking han estado
mariscando y, al subir la mera, han tenido que dejar su tarea y los
beneficios de tan suculenta captura. Me tengo que quitar el jersey
que me había puesto al salir del restaurante pues tengo calor
cuando, como ahora, no corre el aire. Donde paro para sacar foto de
la playa, hay una caseta de piedra donde no indican nada. No me creo
que ésta sea la cabaña anunciada y sigo adelante.
El camino se
vuelve a estabilizar en una altura media entre la base y la cima del
acantilado, cuando me encuentro con tres asiáticos. Son dos mujeres
y un hombre, que van con un europeo, no francés. Se maravillan con
lo que les cuento de mi viaje. Media hora más tarde, se ve al mar
lamer con sus olas el borde rocoso plano del acantilado. También
rompen suaves y ligeras olas en los pequeños espacios arenosos.
Mirando hacia el cabo ya se puede apreciar la cabaña construida
según diseño de Vauban.
Probablemente, aunque nadie me lo dice este
sea otro “chemin douanier”, camino aduanero, y esa cabaña que
veo a lo lejos fuese uno de esos refugios y lugar vigía. Tras pasar
un túnel formado por las copas de árboles azotados por el viento
marino y arbustos, me encuentro al pie de la cabaña.
La
Cabane Vauban.
Saco
una foto de la fachada en que se ve una sola ventana y, a través de
ella, el vano abierto de la puerta de acceso a la cabaña, que está
en la fachada opuesta, por donde entraré y fotografiaré lo que se
ve de la costa desde ambos espacios abiertos. A la vez que mi
llegada, se produce la de otros dos hombres que, justamente, nos
saludamos. Por la ventana se ve la costa Norte y por la puerta, la
Sur.
Pretendía que, por la puerta, se viera todavía el
Mont-Saint-Michel pero, aunque aparece en el horizonte, el contraste
de luz entre el interior de la cabaña y el exterior es tan enorme y
mi cámara tan convencional, que no obtengo el resultado apetecido.
Se vislumbra algo del islote intermedio, pero nada de la abadía. En
el vano de la ventana se aprecia que en tiempos hubo tres barrotes
que impedían la entrada, algo que ahora no tiene sentido, cuando la
puerta está siempre abierta, pues ya no existe y lo que se pretende
es que los visitantes se sitúen por unos momentos como vigías del
tráfico mercantil costero.
Tras sacar estas tres fotos, ya puedo
abandonar el lugar. Sin ser este sitio una maravilla, ni
imprescindible en mi viaje, al menos me ha permitido ir un rato por
un bonito camino y evitar la carretera, a la que ya casi me había
resignado a recorrer por la cuneta. Yo que creía que Vauban se
dedicaba a hacer sofisticadas fortalezas, esta cabaña me demuestra
que también hacía obras menores. Las idearía en sus ratos libres.
Nada más salir de la cabaña, aparecen dos mujeres parisinas.
Pretende pasar con un mínimo saludo, pero no me conocen. Les digo
que voy al albergue juvenil de Granville y da la casualidad de que
ellas también pernoctarán allí esta noche. Me dicen que el
albergue está en el puerto. No es mala información. Ha sido un
encuentro fortuito y la información me ha llegado gracias a que no
me he callado. Nos despedimos con un “hasta pronto”, “a
bientôt”.
Hacia
Carolles.
La
montaña continúa ascendente y con buen camino, pero observo que
después de ella, no está Carolles, sino que una falla me obligará
a descender y volver a remontar a la siguiente que será ya la
definitiva. Intento no perder altura para no tener que bajar y subir
de nuevo, pero el rodeo sería inmenso y no me puedo arriesgar sin
conocer bien el camino, que ni siquiera sé si existe.
Una foto
ascendente y desciendo hacia la vaguada. Cuando estoy iniciando la
marcha, dos parejas inglesas se ríen cuando les digo que Merkel ha
conseguido lo que no consiguieron ni Napoleón ni Hitler, doblegar a
la Europa comunitaria. Alemania es una república, pero tiene en
Merkel a la reina de Europa. Como ya he dicho, después de un rato
llaneando, con ligero ascenso, el monte se rompe en dos. Inicio el
descenso de un montón de escalones. Llego a la vaguada y se me
ofrecen dos opciones, un camino que va hacia una playa de piedras
que, quizás, tenga también arena, y otro camino ascendente que va a
ser por el que voy a optar.
Si quiero dormir en Granville, no puedo
entretenerme mucho en el camino. Son las tres y media y, si la
medimos en kilómetros, todavía no he llegado ni a la mitad de la
jornada. El camino hacia la playa no está señalizado. Una pareja
joven viene por ese camino desde el interior y se dirigen a la playa.
Él es el que me dice que, si quiero ir a Carolles, no me queda otra
opción que ascender por la siguiente escalera. Un poco más arriba,
saco una foto en la que se aprecia el camino que va hacia la playa,
por donde ha continuado la pareja. Hay entrada de arena, pero el
acceso al mar es de piedras y rocas. Es algo que ya había visto
desde arriba. Subo la escalera y llego a la siguiente cima. En menos
de un cuarto de hora llego a un mirador y ya veo la playa de Carolles.
Para llegar a ella, empiezo a descender. Se ve una playa muy larga
que no sé hasta dónde me va a permitir continuar. La marea está
bajando, puesto que la última parte, la más próxima al mar,
muestra la humedad de la última pleamar. Parece que la playa me va a
llevar hasta mi destino de hoy, pero voy a encontrar un obstáculo
intermedio.
Carolles.
Desciendo
por una mezcla de carretera y escaleras y llego a un aparcamiento con
pocos vehículos apartados. Entre ellos y la arena, hay una zona de
hierba donde ordenadamente hay un grupo de casetas que lo mismo
pueden servir tanto para guardar objetos de playa, como artículos de
pesca.
Hoy no es la tarde adecuada, ya que hay cuatro gatos en la
orilla. Esta playa se inicia en el Puesto de Socorro y, pasando por
Jullouville, llega hasta Saint-Pair-de-Mer. Yo creía que podría
llegar hasta Granville, pero no va a ser así. El camino de bajada de
la cima del mirador me lleva hacia el interior pero, después de
haber visto desde arriba que hay un buen paseo marítimo, aunque no
hace un día muy brillante y corre algo de aire, prefiero ir por la
costa. Salgo a la playa. La primera parte no es paseo marítimo, ha
debido ser una alucinación lo que he visto desde lo alto, sino que
hay un camino irregular que pasa por delante de las casas, que
disponen de acceso directo a la playa. Algunos peldaños, o
escalones, tratan de salvar las distintas alturas del pavimento.
Por
fin aparece un pequeño paseo que acaba pronto y debo bajar a la
playa. Voy un rato por la arena hasta que aparece un buen paseo
marítimo, por donde prefiero ir antes que pisando mal y lentamente
por arena seca.
Jullouville. Juegos para niños.
No
tengo nada claro dónde acaba Carolles y dónde empieza Jullouville,
pero considero que el paseo marítimo ya corresponde a este último
término municipal. Resulta un paseo muy monótono. La orilla del mar
está lejos, pero se ve gente paseando.
La monotonía del paseo se
resuelve mediante juegos de suelo para pequeños. Saco dos fotos de
los juegos, aunque el primero y el último sólo han quedado en
intención. Fotografío primero el “Colimaçon”, el caracol. El
número 1 está en la parte más estrecha de la espiral, y el 18 en
la más ancha. Hay que ir hacia el nº 1 y llegar al Paraíso. Como
ya estoy en el paraíso, con este viaje de verano, ni me molesto en
jugar. Además, estando yo solo, tengo claro que tengo todas las de
ganar.
El siguiente juego, también va de números, Le Marais. Es un
rectángulo en el que los números van por el exterior. Hay que
partir del nº 1 y llegar al 14 saltando sobre un pie. El regreso hay
que hacerlo hacia atrás. Lo califican de nada fácil. Tampoco pienso
jugar a este tercer juego, pues bastante tengo con los retrocesos a
que me obliga el camino, como el de esta mañana. Dejo constancia de
estos dos juegos de suelo y de las instrucciones para ejecutarlos de
manera correcta y continúo adelante.
Una mujer que pasea con un
niño, me dice que debo salir a la carretera, porque siguiendo por la
playa me voy a encontrar con la desembocadura de un río. Ya veo en
mi mapa que hacia el Norte de Jullouville, aparece el río Thar.
También lo había visto en los mapas de las playas. La mujer me dice
qué carretera debo coger.
Cojo la salida correcta, pero no me
adentro lo suficiente y acabo topándome con el lugar que me había
avisado imposible de pasar por el río. Con mucha rabia, porque ya
estaba advertido, debo retroceder. Será menos de lo que me temía.
Sin tener que recorrer toda la carretera, veo una desviación a la
izquierda y a un matrimonio sobre una pasarela que me dice que, yendo
por allí, salgo a la carretera. Ya estoy en la carretera. Saco una
foto hacia la costa, enfocando a las casas, a cuyo final he llegado y
he tenido que iniciar el retroceso. Queda así constancia del ligero
retraso. Después, paso por un tinglado hecho con mentalidad
infantil, que no creo tenga otro significado que el de ser un adorno
hecho con materiales simples de plástico, aunque el soporte parece
bastante recio.
No me parece que sea demasiado imaginativo, pero lo
fotografío. En pocos minutos estoy en disposición de ver el río
Thar en su serpenteante avance hacia el mar. Aún tardaré más de un
cuarto de hora en llegar al siguiente pueblo.
Saint-Pair-sur-Mer.
Una
vez de que ya se ha quedado atrás el río, y con él el último
obstáculo, que son las cinco y media y que ya no queda mucho para
llegar al albergue de Granville, me relajo y me centro en tratar de
resolver el problema de la recarga del móvil.
Al llegar saco una
foto de la capilla de Sainte Anne. Es pequeña pero coqueta. Está
cerrada. No la puedo visitar. Sobre el dintel de la puerta aparece
una inscripción imposible de descifrar para mis escasos
conocimientos de francés y, además, muy bien pudiera estar en
normando. La fecha que figura me parece de 1809 paro tampoco tengo
certeza absoluta, ni en la 2ª, ni en la última cifra. Está aislada
en un entorno bien urbanizado, con jardinería adecuada. Se ve que,
como en Bretaña, aquí también se quiere a la madre de la virgen
María. Me acerco a la plaza y fotografío de lejos la iglesia.
De
allí vienen sones musicales. Cuando resuelva lo del móvil, volveré.
Ortel
Mobil en Tabac “La Poste”.
No
pretendo hacer más que una recarga de 5 €, que es lo que me pedían
en el mensaje. Pregunto por un Tabac y me dicen dónde hay uno. Se
trata del bar, tabac, jeux “La Poste”. Le enseño al hombre el
número en mi papel de Ortel. Sale de su máquina una tira larga de
papel impreso en el que figura el número a marcar: 6444849530521641.
Pido ayuda porque no sé lo que me dicen en el móvil. Después de
haber marcado el 805 y escuchar un momento, repasamos el número
cargado y el error 6444849630521641. El hombre se había
equivocado en un número central, en vez del 6 había puesto 5.
Repite la jugada y me dice que ahora ya está resuelto. Entonces
llega un mensaje de Ortel y se lo doy a leer. En él pone que tengo
un saldo 7,50 € y con validez hasta 19/09. ¿Estaría en saldo 0 y
ahora, con la recarga, me regalan la mitad de lo ingresado? Al menos
ya he resuelto el tema que me preocupaba. Agradezco al hombre que me
ha ayudado, aunque en su primera intentona haya tenido un error, y
salgo del lugar. Retorno hacia la plaza y el clocher de la iglesia.
Le Jour de la Musique.
Granville
está a 4 kilómetros. El pasado año me coincidió el día de la
Música en la isla de Oleron. Disfruté allí de tres manifestaciones
musicales. Este año me entero tarde y, si no hubiese sido por el
móvil, habría pasado de largo por este pueblo y ni me hubiera
enterado de la celebración. Ahora, ya resuelto el dilema del móvil,
puedo disfrutar un rato del concierto. Al pie de una escalinata, han
instalado una carpa. Como fondo está la iglesia. Un grupo de niños
de unos seis años cantan y les dirige una mujer muy alta, que los
empequeñece aún más. Está demasiado próxima a los cantores. Saco
una foto salvando cabezas, como puedo. Es suficiente como para dejar
constancia. Tras oír una canción, abandono el lugar.
Granville.
Desciendo
de la plaza y voy queriendo salir del pueblo. Con ayuda, logro llegar
a la playa. Sin bajar a ella, continúo como puedo lo más cerca del
acantilado y, cuando ya veo Granville a lo lejos, saco una foto con
la certeza de que pronto podré llegar a la ciudad. Va a ser la
última foto de la jornada. El cielo está plomizo. Confío en que no
le dé por descargar agua hasta que esté ya a salvo en el albergue.
La playa ya es la de Saint Nicolas de Granville. Estoy en el último
tramo de carretera. Hay buena acera y el camino va a mi derecha. Me
resisto a coger el GR. Ya bajando hacia el puerto, ofrece dos
catetos, cuando la hipotenusa, que es acera, es el camino más corto.
Menos mal que uno estudió geometría. Entre casas, llego a una
altura, donde leo el letrero anunciando el albergue. Pero cuando
llego al siguiente grupo de indicadores, el albergue ha desaparecido.
En realidad parte del fallo se debe a que no he retenido que el
albergue está en el Centro Regional de Nautismo. Me encuentro con un
grupo de jovencitos que beben whisky. Hoy ha sido su último día de
clase y, como es lógico, lo celebran. Uno está muy sonriente. Me
dirijo a él y le pregunto. Su sonrisa sigue bobalicona como si no
estuviera en el mundo. No me responde. Nadie sabe del albergue y
resulta que lo tenemos delante, en un gran edificio en el puerto,
algo que ya sabía por adelantado. Me lo habían dicho las dos
mujeres de la cabaña Vauban. No se ve indicador de auberge de
jeneusse, ni hostelling, sólo lo náutico. Cuando vuelvo a mirar el
papel que llevo, compruebo que es ese el lugar.
Albergue
CRNG.
CRNG
significa Centre Régional de Nautisme Granville. La recepcionista me
cobra 21 € que pago con Visa y me da factura. Incluye desayuno. Me
da la habitación Aurigny, con vistas al mar. En un puerto, sería
raro que esto no ocurriera. El desayuno se celebrará en una carpa
blanca que está a la vuelta del edificio. Hay obras y vallas
alrededor. Subo a mi habitación, y elijo la cama que está más al
fondo, junto a la mesa. La hago con la sábana encimera que me ha
dado la joven. Me ha preguntado si la quiero y, por el mismo precio,
prefiero sábana que dormir aprisionado dentro del saco. No funciona
el agua caliente y me limito a lavarme los pies. Escribo un poco y
bajo para ver si encuentro algo de cena en la ciudad. Le digo a la
recepcionista que el agua caliente no funciona y ella me responde
que, donde está ella, arde. Se muestra “desolée”, sin consuelo,
porque mañana no habrá desayuno y me devuelve 4 €. Las dos
monedas de 2 € ya las tenía preparadas. La razón es que sólo
estamos cuatro personas albergadas, las dos parisinas y otra más y
que por cuatro no van a abrir el comedor de fuera.
Cena
frugal.
Paso
por mediateca. Mañana la abren a las diez. Paso por restaurante
Cuscus que ofrece tajín de cordero. Llego a la plaza, donde la
oferta es mayor, pero acabo haciendo cola en un puesto ambulante
donde preparan bocadillos con las salchichas que van asando y
vendiendo. También fríen patatas y un hombre asa chuletas de cerdo.
Cuando llega mi turno, me inclino por la salchicha. Sin nada, le
digo. No quiero ni mahonesa, ni Ketchup. Pero me envuelve la
salchicha en papel de aluminio. Le jode desembalarla y ponérmela en
pan, pero lo acaba haciendo. Pero la tira de mala manera al que
cobra, quedando la salchicha medio caída para abajo con el pan
abierto y volcado. El chico me cobra 3 € y me la voy comiendo con
hambre, muy a gusto. Está riquísima y el pan suave y crujiente, a
la medida. Voy comiéndola por la plaza y asegurando el lugar donde
está ubicada la mediateca para no perder el tiempo y venir
directamente mañana. Los chavales de la tarde le siguen pegando al
whisky. De seguir así, acabarán como mirlos. Me meto por los
establecimientos que están de cara al puerto, pero no veo ninguna
pastelería. Me gustaría comer un pastel de postre. Llego a la parte
final del puerto sin ver pastelería alguna y retrocedo a una
crepería. Elijo una crepe de banana y chocolate. Retengo mal el
precio y preparo 4,20 €. Cuando me lo trae rebosante de chocolate,
me pide 4,80 € (Yo había entendido catre vingt y era catre catre
vingt). Le doy 5 € y que se quede con los 20 céntimos de propina.
Cuando lo como, salgo con idea de meterme en un bar a beber una copa
de vino. Cuando voy a entrar en un Tabac, una mujer friega el suelo.
Hay cuatro hombres en una mesa bebiendo cerveza. Me invita a pasar y
cuando dentro de la barra me pregunta y le pido un vaso de vino, me
dice que no. No sé si la razón es que no vende vino, porque el
servicio de barra está cerrado o, por qué razón, el caso es que me
quedo sin el postre de tintorro.
Las
parisinas.
Cuando
salgo del Tabac, me encuentro de nuevo con las parisinas, que pasean
por el puerto huyendo de los vehículos, aunque ellas lo tienen y lo
están usando durante el día. Durante el paseo, pues les acompaño,
todo su empeño es no salir a la carretera. Pasamos por lugares
difíciles, vallas, barreras, que ellas ya conocen y vamos salvando
obstáculos. Hablamos de mi viaje y de los sitios por los que he
pasado, mi bocata en el cementerio de Montparnasse, de Annick, y
otras anécdotas. Ellas hablan poco de sí mismas y dicen que hacen
recorridos mínimos. Me hacen muchas preguntas y yo contesto como
puedo y sé. Me parece que pueden ser pareja. Llegamos al albergue,
pero yo entro y ellas se quedan a seguir paseando.
A
soñar con los angelitos.
Subo.
El guarda de noche observa cómo ponen un nuevo fondo de fieltro
verde en la mesa de villar. Siete mesas de villar francés era un
título de película de Gracia Querejeta que, finalmente, me quedé
sin ver. Me comenta que la chica de recepción le ha dicho el
problema que he tenido con el agua caliente y me ofrece la
posibilidad de cambio de habitación. Agradezco, pero no quiero
deshacer y volver a hacer la cama. A estas horas me parece demasiada
movida y no hay ninguna garantía de que en la nueva habitación el
agua caliente funcione. Y si arde como en recepción, prefiero no
abrasarme. Ya sé que van a pasar muchos días hasta el siguiente
albergue, puesto que no tengo otro hasta Cherbourg, al norte de La
Manche. Subo a mi habitación y encuentro la puerta vecina abierta.
Orino y, tras cerrar el pestillo, me meto en la cama. Escribiré
mañana. Me duermo enseguida y sólo me levanto una vez a orinar.
Entonces veo que la puerta vecina está cerrada.
Balance
de la jornada.
Hoy
ha sido un día poco relevante en mi viaje. La capilla de Genêts me
ha gustado, pero la cabaña de Vauban podía habérmela saltado sin
ningún remordimiento. Ni el reencuentro de la alemana en el
desayuno, ni el de las parisinas de Vauban después de la cena, han
sido muy relevantes. El avance, perdiendo de vista a
Mont-Saint-Michel ha sido lo mejor de la jornada. Me enfado con la confusa señalización del GR-223. También con el mal estado del camino en tramos que se desmoronan. Sigo hacia el
Norte. Mañana avanzaré menos que hoy.
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